martes, 28 de octubre de 2014

Capítulo 20

Empiezo a estar un poco harto de la pose chulesca de William Wallace sobre los problemas que los ingleses tuvimos en Escocia; es cierto que nos costó más de lo que pensábamos, pero no lo es menos que por fin el escocés que fue nuestro mayor dolor de cabeza se encuentra hoy cargado de cadenas; y camino a Londres, hacia donde hoy nos hemos dirigido.

Pero volvamos a retomar la historia donde la dejamos; la ausencia de tropas de infantería y caballería en Berwick en 1299 obligó a Eduardo a volver a Inglaterra y convocar parlamento en Londres; por primera vez mi señor y sus súbditos de baja condición se dirían las cosas a la cara. 

Eduardo siempre ha sido un maestro para los golpes de efecto; ya os había comentado su intención de terminar con cualquier pretensión de independencia en Gales. Y eso hizo en el parlamento de 1300; su hijo Eduardo fue designado príncipe de Gales. Pretende  mi señor que esta costumbre de que el heredero de la corona inglesa ostente el título de príncipe de Gales perdure para siempre; no puedo pronunciarme sobre si esta práctica seguirá vigente dentro de unos siglos. No me pidáis que sea adivino.

Pero este agradable interludio de la designación del heredero de la corona como príncipe de Gales duró poco. Eduardo se enfrentaba al parlamento que le acusó de comportarse como un crío o de tratar de engañar a sus súbditos; aunque muchos de sus miembros negaban la primera acusación (los blancos cabellos de Eduardo y sus sesenta años lo desmentían claramente) confirmaban la segunda; el rey llevaba tiempo engañando a su pueblo en el asunto de los límites de los Royal Forest.

Eduardo se encontraba entre la espada y la pared. Por un lado no quería reducir los límites de sus propiedades en los bosques reales; pero por otro estaba obligado a contar con el voto de sus súbditos si quería imponer un nuevo impuesto que le permitiera pagar al ejército que necesitaba para someter a los rebeldes escoceses. Ese año no se alcanzó acuerdo alguno; advertí a Eduardo de que se trataba de un grave error, porque tarde o temprano se vería forzado a pactar con el pueblo inglés. Quizás penséis que opino con ventaja porque sé lo que ocurrió después, pero os aseguro que ya entonces advertí a Eduardo sobre la necesidad de llegar a un acuerdo con sus súbditos.

Wallace interviene para tratar de narrar sus actividades durante estos años, pero hoy tengo algo que contar todavía. Tiempo tendrá de contar su versión cuando sea sometido a juicio en Westminster.

Solventada la interrupción de William, retomo lo ocurrido en Inglaterra. En el verano de 1300 volvimos a convocar a nuestras tropas para proceder a atacar Escocia; aunque nuestro ejército era más numeroso que el del año anterior, 1300 tampoco sería el año de la conquista de Escocia. No sólo porque parte de nuestras tropas desertaron, sino porque a finales de agosto recibimos una dura carta del Papa de Roma que nos hizo replantearnos nuestra estrategia. Wallace pone cara de sorpresa; no sabe nada de este asunto.

El Papa Bonifacio IV y mi señor Eduardo eran viejos amigos; Bonifacio había sido cautivo de las fuerzas de Simon de Montfort en las querellas que este tuvo con el padre de Eduardo Enrique III, y fue liberado por Eduardo de su prisión en la Torre de Londres. Esta vieja relación entre ambos hacía todavía más grave el contundente contenido de la carta del Papa; no sólo acusaba a Eduardo de privar a Escocia de su legítimo rey, sino que relataba diversos episodios denigrantes contra el pueblo, los castillos y el clero escocés que calificaba como agravios a la justicia. El Papa concluía ordenando a Eduardo, en nombre de sí mismo y de la Santa Sede, que dejara en paz al reino escocés.

Francamente, cuando llegó la carta del Papa el número de deserciones en nuestro ejército y la falta de recursos económicos hacían nuestra situación poco sostenible; Eduardo aprovechó la excusa de la carta del Papa para retornar a Inglaterra con su orgullo intacto.

Desacreditados por el Papa, desafiados por los escoceses y con la amenaza del ejército francés de Felipe IV en apoyo de Escocia, nuestra situación parecía desesperada; pero entonces la rueda de la Fortuna empezó a girar en nuestro favor .... y en contra de William Wallace.


domingo, 26 de octubre de 2014

Capítulo 19

Cuando Eduardo y sus más grandes señores, yo entre ellos, nos dirigimos a Berwick para reunirnos con el ejército convocado allí fue en un estado general de euforia, armonía y camaradería. El 10 de septiembre había tenido lugar en la Catedral de Canterbury la boda de mi señor con la princesa Margarita de Francia. Fue una ceremonia brillante seguida de alegres celebraciones que habían estrechado las relaciones entre Eduardo y la nueva generación de barones que había surgido en los últimos años. Salvo Roger Bigod del que ya os he hablado, sólo dos condes coetáneos de Eduardo continuaban vivos, los de Surrey y Lincoln; además eran los más leales al rey. El resto era un grupo de mozalbetes que apenas llegaba a los veinte años y que se vieron impresionados por los fastos de la boda y por la arrolladora personalidad del monarca de sesenta años que se acababa de casar con una chica de diecinueve.

Así que nos las prometíamos muy felices en el camino a Berwick donde habían sido convocados 16.000 soldados de infantería. Nuestro alegre estado de ánimo duró poco; exactamente hasta que llegamos a Berwick y nos encontramos con que apenas habían acudido algo más de dos mil soldados. Y lo que era peor, la fuerza de caballería del ejército era prácticamente inexistente.

Eduardo podía haber solucionado las discrepancias con sus grandes señores, pero no el descontento entre la pequeña nobleza que formaba la caballería del ejército y los hombres libres que a cambio de un salario componían el grueso de la infantería. El problema legal de Eduardo con sus grandes nobles se llamaba Magna Carta, el documento firmado por su abuelo Juan Sin Tierra, y ya lo había solventado. El problema legal de Eduardo con el resto de sus súbditos se llamaba Forest Charter. Intentaré que no os aburráis con otra explicación jurídica, pero es necesaria para entender lo que pasó en Berwick.

Existe una regulación que establece la prohibición de realizar ningún tipo de actividad lucrativa en los terrenos conocidos como Royal Forest, es decir en los bosques reales. Se trata de una legislación que establece desde multas hasta la posibilidad de una sentencia de muerte para quien la vulnere si, por ejemplo, es sorprendido cazando un ciervo en terrenos del Royal Forest. No existía posibilidad de apelación ante la justicia ordinaria.

El problema con el Forest Charter no hubiera sido tal si se hubiese limitado a aplicarse en los lugares que su propio nombre indicaba, es decir en los bosques que fuesen de propiedad real. Pero en la práctica, cuando se definieron los límites de las tierras que se consideraban incluidas dentro del Royal Forest, en tiempos del padre de mi señor Enrique III, hubo multitud de terrenos que no eran bosques; es más, muchas de esas tierras no eran ni siquiera de propiedad real. Es decir, que un hombre sorprendido cortando leña en una tierra comunal pero incluida en el Royal Forest podía ser multado e incluso ejecutado si la falta era suficientemente grave.

La pequeña nobleza y los hombres libres del reino llevaban años solicitando a Eduardo que se realizara una revisión exhaustiva de los límites del Royal Forest; Eduardo, aunque aseguró en diversas ocasiones que lo iba a llevar a cabo, no hacía más que dar largas al asunto. Era cuestión de tiempo que los afectados tomaran medidas para forzar al rey a cumplir sus promesas de revisar el Forest Charter; y ese momento llegó  en diciembre de 1299, cuando miles de hombres se negaron a presentarse en Berwick.

El hecho de que nos encontráramos en el inicio de un invierno que en Escocia no solía ser muy benévolo y que un recorte en el valor de las monedas acuñadas supusiese que la soldada de los hombres de infantería se hubiese visto reducida tampoco contribuyó a animar a más hombres a acudir a Berwick. Muy a su pesar, Eduardo se vio obligado a ordenar la vuelta a Inglaterra de su ejército y convocó para la Pascua de 1300 un Parlamento que reuniría tanto a los grandes señores como a la pequeña nobleza, al clero y a los burgueses y hombres libres de las ciudades. Era hora de solucionar definitivamente la cuestión.

Wallace me interrumpe para comentarme que si ese año hubiésemos atacado Escocia seguramente la hubiésemos conquistado sin mayores dificultades, debido a las enormes disensiones internas existentes entre los escoceses. Mi cautivo había sido desposeído del título de Guardián como consecuencia de su derrota en Falkirk. En su sustitución se había designado no uno, sino dos nuevos Guardianes del reino. Este hecho ya implicaba la existencia de disensiones internas; pero el nombre de los dos elegidos para el cargo lo evidenciaba claramente.

Se trataba de dos jovencitos. El primero de ellos, tuerce el gesto William Wallace mientras pronuncia su nombre, era Robert Bruce, de quien ya os he hablado. El segundo era John Comyn, sobrino de John Balliol. La situación de equilibrio de fuerzas entre los Bruce y los Balliol en la época de los seis Guardianes del reino designados tras la muerte de Alejandro III se volvía a repetir casi quince años después de que yo arrojara a este último a un acantilado una lluviosa noche.

Ahora soy yo quien toma la palabra interrumpiendo a Wallace ante la mención del nombre de John Balliol. Dejamos al depuesto rey de Escocia en su cautiverio en la Torre de Londres. Pero como parte de las negociaciones con Francia relativas a Gascuña, el Papa insistió en que Balliol debería ser liberado de su prisión. Eduardo terminó accediendo a cambio de la garantía de que no regresaría a Escocia, por lo que finalmente Balliol cruzó el Canal y fue entregado a los representantes del Papa.

Wallace me explica la reacción que produjo en Escocia la liberación de Balliol. Para el Guardián John Comyn y su gente era el primer paso para la restauración del rey Juan I de Escocia. Para el Guardián Robert Bruce y los que le apoyaban, es decir el bando que se opuso a la designación de Juan I como rey de Escocia, era una intolerable amenaza. William me cuenta una anécdota que desconocía. La tensión entre ambos bandos era tal que en una reunión de los dos Guardianes de Escocia en Peebles el 19 de agosto de 1299, Comyn llegó a agarrar del pescuezo a Bruce y acusarle de ser un espía inglés; por eso insiste Wallace en que si en diciembre de 1299 Eduardo hubiera invadido Escocia, la destitución de su cargo del propio William y las disensiones internas entre sus Guardianes hubiesen hecho que tuviese muchas posibilidades de apoderarse del país sin una seria oposición.

Pero Eduardo, y yo con él, se había visto obligado a abortar la expedición y volver a Inglaterra. Teníamos muchos asuntos que resolver en casa; pero volveríamos.


viernes, 24 de octubre de 2014

Capítulo 18

Hoy William Wallace está más tranquilo. Me pregunta por qué después de nuestra victoria en Falkirk  el 22 de julio de 1298 y teniendo a los escoceses a nuestra merced decidimos volver a Inglaterra y tardamos tanto en volver. Hoy a él le toca escuchar y a mí hablar. Ya volverá a ser su turno.

No se lo digáis a Eduardo, es más, negaré haber dicho esto si a alguien se le ocurre contárselo a mi señor, pero en las semanas posteriores a Falkirk no estuvo muy afortunado. Tras perseguir infructuosamente a Robert Bruce por media Escocia sin conseguir nada, Eduardo empezó a cumplir su compromiso de repartir tierras conquistadas en Escocia entre sus barones. Dos de ellos, muy poderosos, eran Robert Bigod (conde de Norfolk) y John Bohun (conde de Hereford) y habían sido notoriamente olvidados por Eduardo en la conquista de Gales; ambos esperaban una generosa recompensa en el reparto de tierras en Escocia. Os juro que discutí hasta la saciedad con mi señor para que no hiciera su siguiente movimiento, pero Eduardo es muy testarudo; decidió otorgar el señorío de la isla de Arran a un irlandés que se nos había unido y que le cayó en gracia, un tal Hugh Basset. 

Bigod y Bohun habían luchado en primera línea de batalla en Falkirk e interpretaron, no sin razón, este gesto de Eduardo como un ultraje. Tengo que reconocer que se excusaron amablemente antes de ordenar a sus tropas que les acompañasen de vuelta a Inglaterra. Eduardo decidió no repartir todas las tierras entre los señores que siguieron a su lado, reservando algunas para los señores agraviados, pero sucedió lo que yo le advertí: la sensación general sobre el reparto de tierras en Escocia que mi señor realizó, es que fue injusta.

Ya he comentado que el compromiso de los barones del reino de aportar tropas para las guerras que su soberano libre es limitado en el tiempo; y en octubre de 1298 ese tiempo había excedido con creces. El ejército inglés abandonó Escocia y la vuelta al país vecino no fue ni fácil ni rápida. Numerosos problemas nos esperaban en Inglaterra antes de poder volver a dar su merecido a los escoceses.

Creo que ya os he comentado los problemas entre los reyes ingleses y sus señores sobre las condiciones para la cesión de hombres que libraran guerras fuera del territorio inglés. Pero esta vez Eduardo I tuvo que afrontar la firme resistencia de sus barones; la cabezonería del monarca tampoco ayudaba, es cierto. Mientras los escoceses apuntalaban su dominio en la región y conquistaban el emblemático castillo de Stirling tras meses de asedio, Eduardo y sus barones se enzarzaron en una disputa jurídica sobre si sus súbditos estaban o no obligados a cederle hombres y hasta qué extremo. Nuevamente, los únicos que salían ganando en esta pelea eran los malditos abogados. Los de una y otra parte se embolsaron jugosos honorarios mientras el reino permanecía paralizado y los escoceses reconquistaban nuestros castillos. 

Os ahorro los detalles sobre los argumentos de las sanguijuelas leguleyas de Eduardo y de sus barones. Os resumo la historia. A finales de 1299 todos nuestros problemas parecían haber sido solventados cuando el Papa nos dio la razón en la disputa sobre Gascuña que trajo como consecuencia un tratado con Francia. Eduardo se casaría con la hermana del rey de Francia y su hijo con la hija de éste. Escocia había perdido a su principal aliado para enfrentarse a nosotros.

Además llegamos a un acuerdo con los grandes barones sobre los aspectos esenciales de su relación con el rey. Era tarde para tratar de conquistar Escocia, pero ya habíamos conquistado Gales en invierno, así que Eduardo pensó que podía hacer lo mismo con Escocia y convocó a su ejército para que se reuniese a mediados de diciembre de 1299 en Berwick. Fue un desastre absoluto. Wallace sonríe; por poco tiempo.

jueves, 23 de octubre de 2014

Capítulo 17

Hoy he estado a punto de llegar a las manos con William Wallace. Sólo lo ha evitado el hecho de que él se encontraba fuertemente cargado de cadenas; y que estas cadenas estaban amarradas a la pared de su celda.

El motivo de nuestra discusión ha sido la batalla de Falkirk; no tanto por el hecho de que ambos estuviéramos presentes en la misma, que lo estábamos; tampoco por el hecho de que combatiéramos en bandos distintos, que lo hicimos. Nuestra discrepancia se debe sobre todo al papel que la caballería escocesa jugó en dicha batalla.

Pero nuevamente me estoy anticipando. Después de su victoria en Stirling Bridge, Wallace se lo pasó en grande. Ya os he contado que entre pactar una tregua con los franceses en Gascuña (acordamos someter al arbitraje del Papa nuestras diferencias) y conseguir que los barones ingleses apoyasen la invasión de Escocia, mi señor Eduardo I de Inglaterra tardó más de un año en reaccionar al desafío escocés. En ese tiempo, las tropas lideradas por Wallace recuperaron todas las posesiones que los ingleses habían conquistado en Escocia. No sólo eso, también sembraron el temor en Cumbria y en Northumbria aprovechando que no había un ejército inglés que se les opusiera. Hasta que lo hubo. Tardó, pero lo hubo. Y era enorme; como os comenté, sumábamos 26.000 soldados de infantería y 3.000 caballeros.

Entramos en Escocia; buscábamos a William Wallace; perdón, a Sir William Wallace, nombrado único Guardián de Escocia tras la muerte de Andrew Murray como consecuencia de las heridas sufridas en Stirling Bridge. Pero nos costó encontrar al ejército escocés. Ello causó un curioso problema en nuestras tropas. Necesitábamos suministros de comida, que debían llegar por barco, pero no lo hacían. Y cuando por fin llegó un barco, resultó que lo único que transportaba era vino. Las riñas de borrachos que provocó se transformaron en disputas entre los soldados ingleses y los galeses, que amenazaron con abandonarnos y sumarse a las fuerzas escocesas. Mi señor Eduardo respondió al desafió de los galeses diciendo: “¿A quién le importa si nuestros enemigos se alían unos con otros? Les derrotaremos a todos en una sola jornada”.

Pero finalmente, el 21 de julio nos llegaron noticias de que el ejército escocés se encontraba a tan sólo veinte millas de nosotros, en la localidad de Falkirk. Pensaban que nuestros problemas de suministros nos harían retirarnos (y no estaban equivocados) y planeaban emboscarnos en nuestra retirada. Pero cuando se dieron cuenta de que conocíamos sus intenciones cambiaron de táctica. Su caudillo, sí, el mismo que está encadenado cerca de mí y que ha intentado atacarme hoy, demostró ser un buen estratega. Consciente de su inferioridad numérica, situó a sus tropas en lo alto de una colina a cuyos pies corría un riachuelo y las emplazó en cuatro grandes círculos (me ha explicado que ellos los llaman schiltroms) que con las lanzas hacia afuera, tienen la intención de detener una carga de caballería. Dentro de esos círculos se encontraban sus arqueros. Y más arriba de la colina estaba la caballería escocesa, es decir los que tenían suficiente poder económico para permitirse tener un caballo; la nobleza, para entendernos. Y ese ha sido el motivo de mi discusión de hoy con Sir William Wallace.

Cuando llegamos a Falkirk y vimos la posición ocupada por los escoceses, Eduardo torció el gesto. La última vez que intentó cargar colina arriba contra un ejército fue en una batalla que probablemente recordaréis: Lewes, donde él y su padre fueron derrotados por Simon de Montfort y tras la cual pasó dos años preso. Pero en Lewes Eduardo era un crío de quince años; ahora era un hombre de sesenta, con más experiencia guerrera que nadie en Europa y con un ejército claramente superior en número. A pesar de ello, su primera intención fue la de acampar y descansar, porque la noche anterior había sido dura para su ejército que permaneció en vela ante un posible ataque por sorpresa de los escoceses. Pero sus barones le convencieron de la necesidad de atacar inmediatamente.

Inicialmente, la corriente de agua que corría a los pies de la colina donde Wallace y sus schiltroms se encontraban fue un problema para nuestro ejército, pues era bastante más pantanosa de lo que parecía. La primera línea de ataque de nuestra caballería no pudo atacar a los escoceses de frente y se vio obligada a desviarse hacia la izquierda; pero cuando la segunda línea tuvo el mismo problema y se desvió a la derecha, el ataque frontal se convirtió en un ataque por dos frentes que hizo que una imparable pinza masacrara a los infantes y a los arqueros escoceses. 

En ese momento aconteció el hecho en el que Wallace y yo no estamos de acuerdo y que ha ocasionado nuestra discrepancia hoy. La fuerza de caballería escocesa, es decir sus nobles, en vez de acudir a apoyar a su infantería, huyó y abandonó el campo de batalla. Wallace considera que los barones escoceses, molestos porque el cargo de Guardián de Escocia se hubiera concedido a un plebeyo como él recién nombrado Sir, traicionaron a su país y llegaron a un acuerdo con Eduardo I de Inglaterra para deshacerse de él en Falkirk.

Yo le he asegurado que eso no es cierto. Le he dado mi palabra a Wallace, y os la doy a vosotros, de que no había ningún pacto en Falkirk entre Eduardo I y los barones escoceses. William no me cree, y si vosotros tampoco lo hacéis os daré los mismos argumentos que le he dado a él. Sólo espero que no acabéis tratando de agredirme como ha hecho Sir William Wallace.

La batalla de Falkirk estaba perdida para los escoceses; nada que los nobles de Escocia a caballo hubiesen hecho conseguiría dar la vuelta a su resultado. Si hubiesen cargado, lo único que hubiesen logrado hubiese sido que el número de muertos escoceses fuese mucho mayor del que fue. Abandonando el campo de batalla, en cambio, consiguieron obligarnos a una larga y costosa campaña de persecución de cada uno de ellos. Un soldado no capturado en una batalla perdida es un soldado que puede volver a luchar en otra batalla.

Además, si la retirada de los nobles escoceses hubiese sido pactada con Eduardo para eliminar a Wallace, nuestro primer objetivo hubiera sido capturar a éste, pero lo primero que hizo mi señor fue tratar (infructuosamente) de capturar a Robert Bruce. Algo absurdo si hubiese sido nuestro aliado.

Mis argumentos dejan pensativo a William, quien finalmente reacciona diciendo que quizás los nobles escoceses no fueran traidores, pero en todo caso lo que es seguro es que eran era una banda de cobardes por huir del campo de batalla a lomos de sus caballos. En ese momento ha sido cuando he recordado a Sir William Wallace que él también terminó huyendo del campo de batalla de Falkirk; y que también lo hizo a lomos de un caballo. Creo que ese ha sido el motivo por el que ha intentado agredirme, pero no por eso es menos cierta mi afirmación. 

miércoles, 22 de octubre de 2014

Capítulo 16

La noticia del desastre de Stirling Bridge no pudo llegar en peor momento para nosotros. Teníamos no uno, sino dos serios problemas para poder responder con la contundencia necesaria a la afrenta sufrida a manos de Murray y Wallace. En primer lugar ni Eduardo ni yo estábamos en Inglaterra cuando nos llegó la funesta noticia de lo ocurrido en Escocia; nos encontrábamos en Flandes preparando una guerra contra Francia por el dominio de Gascuña. Y en segundo lugar, Eduardo se encontraba en una situación de conflicto abierto con sus nobles que amenazaba con provocar una guerra civil. Lo que menos necesitábamos en ese momento era una rebelión en Escocia, que no terminó en Stirling Bridge, según me ha relatado Wallace, que parece disfrutar recordando sus días de gloria.

Pero antes de contaros lo ocurrido en Escocia después de su triunfo es necesario que os describa la situación en Inglaterra para que entendáis por qué hasta mediados de 1298 no dimos una respuesta adecuada a los escoceses. En varias ocasiones he mencionado que existía un conflicto con Francia relacionado con Gascuña, pero no he entrado en detalles sobre el mismo. Es hora de hacerlo.

Ya os conté que la pretensión de un rey de Castilla sobre Gascuña motivó que Eduardo y yo fuésemos ordenados caballeros y tuviéramos la ocasión de apreciar la gentileza de las damas castellanas en Burgos. Pero en ese momento ya no nos enfrentábamos al rey de Castilla, sino al de Francia, Felipe IV. Se le conoce con el nombre de “El Hermoso”, aunque yo le calificaría con otro adjetivo. Ya he dicho alguna palabrota, por lo que me disculpo, así que no os diré el apelativo que me viene a la mente cuando pienso en él. Me limitaré a explicar lo que hizo. 

La cuestión de Gascuña siempre había sido un tema espinoso entre los reyes de Francia e Inglaterra. Situado en territorio francés, el ducado de Gascuña pertenecía sin embargo a los monarcas ingleses. Estos debían rendir homenaje por Gascuña al rey de Francia como señor soberano, lo que en el caso de Eduardo suponía una afrenta a su orgullo de rey. En 1294 se iniciaron negociaciones secretas entre ambos monarcas para poner fin al problema gascón; como podéis suponer lo que os voy a contar lo conozco de primera mano porque yo era uno de los negociadores en el lado inglés. Lo que acordamos fue una fingida rendición de diversas ciudades gasconas a Felipe IV “El ...” de Francia, que no sería tal rendición en realidad y que sólo duraría unos meses. Como consecuencia de ello Felipe y Eduardo se reunirían y firmarían un acuerdo por el que las ciudades volverían a manos inglesas y se suavizaría el régimen de sometimiento de Gascuña a la corona francesa. A cambio, Eduardo se casaría con la hermana de Felipe, Margarita. Así, todos quedarían contentos, con su honor a salvo y ligados por estrechos lazos familiares.

No estoy muy orgulloso de reconocerlo, pero puestos a ser sinceros tengo que admitir que los franceses nos engañaron desde el principio; como parte del trato, ordenamos a nuestros representantes que abandonaran las ciudades de Gascuña, que fueron rápidamente ocupadas por los franceses. La segunda parte del trato era que Eduardo recibiría un salvoconducto para viajar a Francia y casar con la hermana de Felipe; pero ese documento nunca llegó. Lo único que recibimos fue un mensaje del rey de Francia a través de uno de nuestros representantes: “Gascuña continuará siendo un dominio francés”. ¿He dicho que no iba a emplear un adjetivo para calificar al hermoso Felipe IV? Entonces me contendré.

Ese era el motivo por el que nos encontrábamos en Flandes en 1297 cuando nos llegó la noticia de la rebelión escocesa. Nos llevó un tiempo decidir nuestro curso de acción. Yo le dije a mi señor que siempre podíamos acudir a Escocia y aplastar la rebelión del tal William Wallace, pero que si no actuábamos en Francia en ese momento, Gascuña estaría perdida para siempre. Así que nos quedamos en Flandes. Pero al cabo de unos días recibimos una propuesta francesa para acordar una tregua por dos años, que nos vino como caída del cielo. No sólo nos permitía afrontar el problema escocés, sino que nos proporcionaba una salida airosa ante el hecho de que varios señores franceses y holandeses que nos habían prometido su apoyo contra el rey de Francia se habían echado atrás. Nuestras fuerzas eran claramente insuficientes para enfrentarnos a las de Felipe IV.

La tregua con Francia nos permitía además poner fin a otro problema. Como había pasado con el abuelo y el padre de mi señor, los señores ingleses se negaban a aportar hombres y dinero a lo que consideraban una querella privada de su rey al otro lado del Canal; pero si se trataba de Escocia, la cuestión era diferente. No os engañéis, no se trataba de una cuestión de fervor patriótico; si los ingleses se adentraban en territorio escocés se trataría de una guerra de conquista en la que podrían obtener nuevas tierras que añadir a sus propiedades.

Así que en mayo de 1298 un ejército de 26.000 infantes y 3.000 caballeros se dirigió a Escocia a darle su merecido al hombre que duerme en una celda cerca de mí.


lunes, 20 de octubre de 2014

Capítulo 15

Wallace me corrige. Yo pensaba que el primer inglés al que había matado fue en la batalla de Stirling Bridge el 11 de septiembre de 1297, pero resulta que el cabrón había matado al sheriff de Lanark en mayo de ese año. Perdonad la palabrota, pero el asesinato de este funcionario fue un acontecimiento muy comentado en Inglaterra, porque fue el detonante de la revuelta escocesa y nunca pudo ser resuelto. Y resulta que el que lo había matado había sido Wallace, el muy ... No lo diré otra vez.

Desde que Eduardo se había proclamado rey de Escocia las condiciones habían sido duras para los nativos del lugar. Especialmente la recaudación de impuestos se convirtió en un problema con los escoceses; Eduardo necesitaba fondos para sus disputas en Gascuña y sometió a un régimen asfixiante a todos sus súbditos. Para Eduardo su campaña de exacción fiscal incluía evidentemente a los escoceses, a los que consideraba tan sometidos a él como a los ingleses o a los galeses. Pero si ya tuvo problemas en Inglaterra, donde estaban acostumbrados a sus exigencias impositivas, imaginad lo que pudo suponer su presión en Escocia, donde no lo estaban.

Mi señor había designado como gobernador de Escocia a John de Warenne, conde de Surrey; pero a este le ocurría lo que a mí, que el frío y la humedad le gustaban poco. Así que la mayoría del tiempo lo pasaba en Inglaterra. Sin nadie que les controlara los funcionarios ingleses encargados de hacer cumplir la ley y recaudar impuestos ejercían su autoridad con total libertad de movimientos. Al fin y al cabo, todo lo que Eduardo les pedía era que le llevasen el dinero que necesitaba, no le preocupaba mucho los medios para obtenerlo. Wallace me cuenta alguna historia de crueldades de recaudadores de impuestos ingleses en poblados de Escocia. He protestado enérgicamente negando estos hechos, pero la verdad es que no dudo en absoluto de la veracidad de lo que me cuenta. Un hecho que nunca reconoceré ante mi prisionero.

Sorprendentemente uno de los primeros en rebelarse contra la situación fue el joven Robert Bruce del que ya os he hablado. Su abuelo había muerto, su padre se había instalado en Inglaterra y los Bruce siempre habían sido un apoyo para Eduardo en Escocia. Su rebelión duró poco; enfrentados a un muy superior ejército inglés, Bruce y el resto de nobles se sometieron en Wishart el 7 de julio. En Londres recibimos dos cartas; en la primera se nos informaba de que nuestros enemigos habían sido dispersados; debimos hacer más caso a la segunda, remitida por Hugh Cresingham, un funcionario que estaba más al tanto de la situación. Advertía a Eduardo de que había dos fuerzas rebeldes escocesas que se estaban reuniendo; una en el norte, junto al río Fork, liderada por un noble llamado Andrew Murray; la otra en el sur, en el bosque de Selkirk, de la que no sabíamos entonces quién era su caudillo. Hoy sabemos muy bien, demasiado bien si me preguntáis, que su líder se llamaba William Wallace. 

A partir de aquí debe quedar claro que transcribo lo que Wallace me ha contado; ni sé si es cierto lo que dice, ni comparto sus opiniones, pero creo que a estas alturas os merecéis tener un relato completo de lo acontecido. Dice William que es el hijo más joven de Alan Wallace, un pequeño terrateniente de Ayrshire y que su querella con los ingleses empezó cuando el sheriff de Lanark apareció por sus tierras reclamando unos impuestos que su familia no podía pagar. William se encontraba ese día cuidando ganado en el campo y eso le salvó la vida, aunque el resto de su familia pagó con la suya el hecho de no poder pagar los impuestos requeridos por Eduardo y fueron masacrados por los hombres del sheriff. Al regresar y encontrarse a toda su familia muerta y sus posesiones expropiadas, decidió que en su vida no existiría otro objetivo que matar ingleses. Empezó con el responsable de la muerte de su familia, el sheriff de Lanark. Huyó al bosque de Selkirk y allí le sorprendió que día a día se le fueran uniendo cada vez más hombres que conocieron su hazaña y compartían su odio por los ingleses. 

Cuando supo que en el norte existía otro grupo de rebeldes liderados por Andrew Murray, Wallace decidió unir sus fuerzas con ellos y juntos esperaron el inevitable ataque del ejército inglés. El único lugar en Escocia donde la insultante superioridad numérica de los ingleses resultaría inútil era en Stirling Bridge. El río Forth, que separa el sur y el norte de Escocia no es vadeable en ese punto y solo se puede cruzar por un puente cuyo ancho no permite que lo crucen más de dos hombres a la vez y a cuya salida hay unas marismas que también dificultan el movimiento de un ejército. El 11 de septiembre de 1297 los escoceses liderados por Murray y Wallace atacaron al ejército inglés cuando la mitad de él había cruzado el puente hacia el norte y la otra mitad se encontraba en la vertiente sur, desde la que sólo pudieron ser testigos impotentes de la matanza de sus compañeros.

Y mandar noticias a Eduardo de lo sucedido.

domingo, 19 de octubre de 2014

Capítulo 14

Después de la elección de John Balliol como rey de Escocia tuvieron lugar dos ceremonias muy distintas. El 30 de noviembre de 1292, el rey Juan I de Escocia fue entronizado en la forma en que desde tiempos inmemoriales lo son los reyes de Escocia, o quizás debería decir la forma en que eran coronados los reyes de Escocia. En la abadía de Scone y ante un bloque de piedra rojo conocido como La Piedra de Scone o La Piedra del Destino, Juan I de Escocia fue coronado rey de Escocia. Ni Eduardo ni yo estábamos presentes; mi señor tenía muy claro que un rey escocés estaba obligado a asistir a la coronación de un rey de Inglaterra, pero que ningún monarca inglés, señor soberano del de Escocia, tenía que presenciar la coronación de éste.

La segunda ceremonia, la realmente importante para nosotros, tuvo lugar el 26 de diciembre en Newcastle. Juan I de Escocia se arrodilló delante de Eduardo I de Inglaterra y completó la ceremonia de homenaje por la que le reconocía como señor soberano. Si los escoceses pensaban que se trataba de una cuestión meramente formal estaban muy equivocados, tal y como Eduardo se dispuso a demostrarles de manera inmediata. Días después un ciudadano de Berwick en desacuerdo con diversas sentencias dictadas durante el gobierno de los Guardianes, apeló a Eduardo, que revocó una de las sentencias. Los escoceses reaccionaron indignados alegando que esta actuación iba en contra de todos los acuerdos a los que mi señor había llegado con los Guardianes. Eduardo contestó que, una vez designado el nuevo rey, cualquier compromiso anterior quedaba anulado y que si lo entendía pertinente como señor soberano, incluso podría convocar al rey de Escocia a Londres a rendirle cuentas. Para él, el rey de Escocia ejercía la autoridad que le había sido delegada por el rey inglés; y ninguna más.

No hubo que esperar mucho. Ante la reclamación de un barón escocés contra una decisión de Juan I de Escocia, Eduardo convocó a éste en Londres en noviembre de 1293. La inicial actitud orgullosa de Balliol (“soy rey del Reino de Escocia y no responderé cuestión alguna sin el consejo de mis asesores en mi reino”), duró poco. Acabó reafirmando su homenaje a Eduardo, se calificó como “su hombre en Escocia”, y fue condenado a entregar a su señor soberano tres castillos y ciudades. 

Los planes de Eduardo sobre Escocia se vieron pospuestos, primero por un intento del rey de Francia de desposeer a Inglaterra de sus posesiones en Gascuña; y después por una rebelión en Gales, que trató de aprovechar los problemas de Eduardo en Francia pera expulsarle del país; fue rápidamente sofocada, pero tuvo ocupado durante un tiempo a mi señor. Los escoceses, descontentos con lo que entendían como incumplimiento inglés de los acuerdos adoptados y en desacuerdo con la interpretación que Eduardo venía haciendo de su condición de señor soberano de Escocia, decidieron intentar lo mismo que en Gales. Los magnates del reino obligaron a Juan I a renegar de su juramento de homenaje a Eduardo I y firmaron un acuerdo con Francia para declarar conjuntamente la guerra a Inglaterra. Nos enteramos de ello gracias a nuestros espías.

No os sorprenderá si os digo que Eduardo respondió rápida y contundentemente a esta maniobra. A finales de noviembre de 1295 se celebró una reunión del Parlamento en Winchelsea donde se acordó expropiar todos los bienes que los escoceses tuviesen en Inglaterra, reclutar un ejército para invadir Escocia y "marchar contra Juan, rey de Escocia, que ha violado la obediencia debida a la corona de Inglaterra”. El ejército inglés, el más numeroso jamás conocido en las islas y al que se unirían tres mil hombres procedentes de Irlanda, se reunió en Newcastle y partió hacia Escocia el 1 de marzo de 1296. Los escoceses habían atacado Carham y Carlisle. Ello daba a Eduardo un “casus belli”, aunque tengo que decir que tampoco estaba demasiado preocupado al respecto.

Así que nos dirigimos a Berwick. He hablado con Wallace y, como podéis suponer, nuestras versiones de lo ocurrido allí difieren completamente. Berwick era uno de los tres lugares que Juan I fue condenado a devolver a Eduardo en su día, pero la entrega no se había llevado a cabo. Berwick se negó a rendirse a Eduardo. Las defensas de la ciudad eran débiles y nuestra superioridad numérica abrumadora. La ciudad no tardó en caer. Wallace dice que cometimos allí una masacre indiscriminada de civiles; para mí es el tratamiento al que cualquier ejército en cualquier guerra en cualquier país somete a una población que se ha negado a rendirse. Como prueba de nuestro trato razonable, Eduardo permitió a la guarnición del castillo, que sí se rindió una vez tomada la ciudad, conservar su vida y sus posesiones y les concedió la libertad bajo juramento de no volver a levantarse en armas contra él.

El primer enfrentamiento serio entre los dos ejércitos tuvo lugar días después en Dunbar. Wallace piensa que nuestra victoria allí se debió única y exclusivamente a nuestra superioridad numérica. Estuve en Dunbar; aunque nos hubiesen superado en una proporción de dos a uno, hubiéramos derrotado a los escoceses. No eran un ejército, eran una banda indisciplinada con muy pocos soldados profesionales entre ellos. Edimburgo era el siguiente objetivo; con el añadido de los tres mil hombres procedentes de Irlanda, que finalmente habían llegado, la ciudad cayó tras cinco días de sitio. El desfile militar continuó los siguientes días.

Pero no todos los esfuerzos de Eduardo se produjeron en el campo de batalla. El obispo de Durham contactó con John Balliol y le ofreció un título nobiliario en Inglaterra a cambio de renunciar a su condición de rey de Escocia. A esas alturas creo que Balliol estaba ansioso por olvidarse del problema escocés y volver a su Inglaterra natal y aceptó la propuesta. La ceremonia de renuncia, o la traición a su país según William Wallace, tuvo lugar el 8 de julio en Montrose.

Pero al tomar Edimburgo Eduardo encontró constancia documental del acuerdo entre Francia y Escocia para atacar a Inglaterra conjuntamente. Montó en cólera y ello afectó al destino de John Balliol, que ya no disfrutaría de un apacible futuro en la campiña inglesa sino de una prolongada estancia en la Torre de Londres.

Una vez consolidado el dominio militar y después de que Escocia se hubiese quedado sin rey por la renuncia de John Balliol, Eduardo decidió que era el momento de tomar el poder en el país. En agosto de 1296 convocó un parlamento en Berwick al que acudieron miles de ciudadanos escoceses para rendirle homenaje como rey de Escocia; Wallace utiliza otra palabra en lugar de ciudadanos, pero es algo malsonante, así que os la ahorraré. Se estableció un sistema administrativo de oficiales, jueces y soldados ingleses para gobernar Escocia con mano firme. Tiranía y crueldad, según William. Como prueba definitiva de sus intenciones Eduardo confiscó la Piedra de Scone, el lugar donde todos los reyes de Escocia eran proclamados; hoy se encuentra en Westminster. Nuevamente mi terminología difiere de la de Wallace; según él la robó.

El país parecía tranquilo y libre de amenazas. El viejo candidato al trono Robert Bruce había muerto, su hijo había puesto pies en polvorosa y se había instalado en sus posesiones inglesas y sólo quedaba en Escocia un Robert Bruce, nieto del primero e hijo del segundo, demasiado imberbe para suponer una amenaza. Eduardo decidió volver a Inglaterra pensando que el problema escocés estaba definitivamente controlado. Esta vez era él el que se equivocaba; no contaba con William Wallace.








sábado, 18 de octubre de 2014

Capítulo 13

¿Se puede admirar al hombre que durante años ha sido tu peor enemigo? Sí, se puede, al menos en mi caso. Hoy he visitado a William Wallace en su celda aquí en Glasgow. Se nota a la legua que es un hombre carismático y que su liderazgo en estos tiempos en Escocia proviene de su innato magnetismo como caudillo de hombres. Creo que él me respeta a mí como yo le respeto a él, así que le he pedido algo y ha accedido; tengo mucho interés en conocer su historia y a partir de ahora y hasta que lleguemos a Londres vamos a pasar mucho tiempo juntos. Voy a tener la ocasión de conocer la historia de William Wallace, así que tendréis la suerte de escuchar las dos versiones de lo ocurrido en Escocia desde que Eduardo dio su opinión sobre quién tenía mejor derecho al trono de Escocia.

Nos habíamos quedado en el momento en el que todos los candidatos al trono escocés aceptaron rendir homenaje a Eduardo I de Inglaterra como señor soberano de Escocia, fuese quien fuese elegido rey. Es momento de explicar los argumentos de unos y otros. La pregunta esencial era ¿tiene mejor derecho el hijo de la segunda hija de un miembro de la realeza o el nieto de su primera hija? Esa era la discusión entre John Balliol y Robert Bruce. Ambos basaban su derecho en que eran descendientes del hermano del rey escocés Guillermo, David. Balliol era nieto de su hija mayor y Bruce hijo de su segunda hija. 

No soy abogado, Dios me libre, y tampoco me importan mucho los matices jurídicos de este tipo de cuestiones de las que cientos de leguleyos hacen su modo de vida. En todo caso, lo que importa no es lo que yo pensaba, sino lo que opinaba mi señor. Eduardo se inclinaba más en favor del criterio de Balliol, en primer lugar porque tenía un caso similar en su propia casa y le interesaba defender el criterio de la primogenitura sobre el de los grados de descendencia, pero sobre todo, y mucho más importante, porque consideraba que John Balliol sería un rey de Escocia mucho más maleable que Robert Bruce.

Eduardo tenía tomada su decisión desde el principio del proceso, pero no estaba dispuesto a ponerles las cosas fáciles a los escoceses. Había ni más ni menos que trece aspirantes al trono, aunque nadie se planteaba que alguien que no fuera Balliol o Bruce tuviese posibilidades reales de ser elegido, pero Eduardo insistió en escuchar los argumentos de todos y cada uno de ellos. Sólo había uno que podía ser considerado seriamente, Florence conde de Holanda, quien sorprendió contando la curiosa historia de que David, de quien descendían tanto Balliol como Bruce, había renunciado a sus derechos dinásticos en favor de su hermana Ada de la que él descendía. La historia parecía algo absurda, pero Eduardo se agarró a ella para dilatar el proceso y dio a Florence diez meses para que aportara pruebas de sus argumentos. Entretanto, para cubrirse las espaldas acordó el matrimonio de su hija con el de Florence. Como decimos por aquí “just in case”.

El 5 de noviembre de 1292, Eduardo dictaminó que John Balliol tenía mejor derecho al trono que Robert Bruce. Como consecuencia de ello, éste se alineó con Florence de Holanda, cuya pretensión estaba todavía por decidir. Según los rumores, Florence había prometido ceder a Bruce una tercera parte del reino si resultaba elegido. Pero Eduardo tenía claro su candidato, y el 17 de noviembre de 1292 John Balliol fue designado rey de Escocia.

Para los escoceses el papel de Eduardo I de Inglaterra en Escocia había finalizado. Para mi señor no había hecho más que empezar. 



viernes, 17 de octubre de 2014

Capítulo 12

Os parecerá extraño que los seis Guardianes escoceses solicitaran la mediación de Eduardo I en la elección de su rey; pero aunque hoy que William Wallace se encuentra en una celda por oponerse a las pretensiones inglesas sobre Escocia esta decisión se puede calificar como claramente errónea desde el punto de vista escocés, no lo parecía en absoluto cuando Margaret de Noruega falleció.

No sólo porque Eduardo era el mediador más experto en este tipo de conflictos como ya os he contado, sino que era el candidato ideal para el papel debido a las estrechísimas relaciones entre los dos reinos vecinos. Todos los grandes señores de Escocia poseían importantes posesiones en territorio inglés, por las que eran vasallos de Eduardo. El que muchos consideraban mejor candidato al trono, John Balliol, era hijo de un inglés que había luchado junto a Enrique III en la batalla de Lewes. El otro gran candidato con más posibilidades, Robert Bruce, había acompañado a Eduardo en su fallida cruzada junto a varios hermanos de John Balliol. Y un contingente escocés viajó para apoyar a Enrique y Eduardo en la batalla de Evesham contra Simon de Montfort, aunque no llegó a tiempo de participar en la batalla. El nombramiento de Eduardo como mediador, pensaron los Guardianes, era sin duda la mejor elección.

Los Guardianes no hubieran estado tan seguros de su decisión si hubiesen escuchado la reacción de Eduardo ante un grupo de nobles ingleses al recibir la noticia. “Tengo intención de someter al rey y al reino de Escocia, como sometí recientemente a Gales”, les dijo.

Como paso previo a pronunciarse sobre cuál de los candidatos tenía mejor derecho al trono escocés, Eduardo se dispuso a poner fin de una vez por todas a una cuestión que había sido objeto de larga polémica entre ingleses y escoceses: si el rey de Inglaterra era señor soberano del de Escocia, al que éste debía rendir homenaje o no. Se trataba de un asunto sobre el que unos y otros no se ponían de acuerdo. No os sorprenderá si os digo que los ingleses entendemos que el rey de Inglaterra es señor soberano del de Escocia, mientras que los escoceses sostenían que no lo era.

Los motivos que unos y otros esgrimían se amparaban tanto en hechos históricos como en los legendarios orígenes de ambos reinos. La leyenda en Inglaterra, recogida en el ya citado libro de Geoffrey de Monmouth, narraba que, antes de la llegada de los romanos, los hermanos Belinus y Brennius conquistaron Britania y se instalaron en la isla, Belinus en el sur y Brennius en el norte. Sólo el mayor de los dos, Belinus (cuyos dominios se corresponden con la actual Inglaterra) fue coronado rey y su hermano, en la actual Escocia, se sometió a él. Posteriormente, el gran rey Arturo conquistó Escocia, que cedió a su pariente Auguselus que en la coronación de Arturo le rindió homenaje. Los escoceses no aceptaban estas historias, para ellos en la llamada “Highlander’s list” la primera reina de Escocia fue Scota, hija de un faraón egipcio que conquistó el país y le dio nombre. Nada de homenajes ni soberanía de los ingleses.

Pero más que estas leyendas, lo que realmente importaba en la cuestión eran los precedentes. El primero de ellos se produjo en 1174 cuando el rey de Escocia Guillermo El León fue apresado por Enrique II de Inglaterra y le rindió homenaje. Posteriormente, una vez libre, renegó de su juramento alegando que lo hizo coaccionado. Ricardo Corazón de León acordó con él renunciar al homenaje a cambio de una considerable suma de dinero para financiar su cruzada.

Cuando Alejandro III de Escocia se casó con la hija de Enrique III se negó a la petición de éste de que le rindiera homenaje. Eduardo I, al ser coronado en Westminster le requirió nuevamente para que lo hiciera. Diplomáticamente, el escocés contesto que sí; pero sólo en lo que hacía referencia a sus tierras en suelo inglés. Eduardo insistió en que le rindiera homenaje también como rey de Escocia. Recuerdo palabra por palabra la orgullosa contestación del hombre al que maté, estaba muy cerca: “el único que tiene derecho a que le rinda homenaje como rey de Escocia es Dios, y sólo Él es mi soberano”.

Por eso, cuando se le pidió que mediara en la elección del nuevo rey escocés mi señor decidió que era hora de poner fin al problema. De entrada dejó claras sus intenciones con otro de sus característicos gestos simbólicos. En la primavera de 1291 los Guardianes le esperaban en la localidad escocesa de Berwick, cerca de la frontera, para dilucidar la cuestión; Eduardo se detuvo a sólo cinco millas, en Norham, es decir en el lado inglés de la frontera e hizo saber a los Guardianes que podían acudir allí a reunirse con él.

Al inicio de la reunión el representante de Eduardo exigió que el rey de Escocia que resultara elegido en el proceso debería reconocerle como señor soberano. Mi señor había dado ese paso porque unas semanas antes había recibido una carta de Robert Bruce en la que ratificaba la interpretación inglesa sobre su soberanía respecto de Escocia y pensaba que eso aseguraba que los Guardianes estarían también de acuerdo. Pero estos reaccionaron indignados, señalando que sólo un rey de Escocia podía decidir sobre esa cuestión y que para ellos el rey de Inglaterra no era señor soberano de Escocia; dicho esto se levantaron y abandonaron Norham. Eduardo cambió de táctica. Si antes de iniciarse el proceso de elección del candidato con mejor derecho al trono, todos y cada uno de ellos le reconocían como señor soberano, los Guardianes no podrían decir nada; ellos mismos habían reconocido que no les competía decidir al respecto.

Robert Bruce aceptó rápidamente y ello hizo que John Balliol, que probablemente hubiera opuesto mayor resistencia, lo hiciera al día siguiente para no quedarse fuera de la competición. Conseguido el consentimiento de los dos principales contendientes, el del resto era pan comido. Eduardo había conseguido que fuese quien fuese elegido rey de Escocia, él sería su señor soberano y recibiría su homenaje. El proceso para elegir un rey podía empezar.






jueves, 16 de octubre de 2014

Capítulo 11

Unas muertes favorecen y otras perjudican. Si el fallecimiento del hijo de Yolande de Dreux fue una bendición para nosotros, el de la niña Margaret de Noruega cuando se dirigía a Escocia a tomar posesión de su trono en la tradicional ceremonia en la Abadía de Scone, fue un verdadero mazazo. No habría un rey inglés en el trono de Escocia. Al parecer, la causa de su muerte fue haber ingerido comida en mal estado; yo siempre he sospechado que alguien estuvo detrás del episodio.

Y los candidatos eran muchos, ya que la muerte de Margaret extinguía de manera definitiva la línea sucesoria de Alejandro III y obligaba a escarbar en el árbol genealógico de la realeza escocesa para decidir quién era la persona con mejor derecho al trono. Cualquiera de los contendientes en esta batalla sucesoria, y eran unos cuantos porque había que retroceder casi cien años para rastrear las diferentes candidaturas, pudo haber tomado la decisión de eliminar a Margaret para hacerse con la corona. Pero no tengo ninguna prueba al respecto.

Así que los seis Guardianes del reino que habían sido designados a la muerte de Alejandro se volvieron a reunir para decidir quién sería el nuevo rey de Escocia. La decisión no era fácil; aunque había numerosos familiares de la familia real con teóricas aspiraciones, en la práctica los candidatos con más posibilidades de ceñir la corona eran dos: John Balliol y Robert Bruce. Y el problema era que, como ya os he contado, tres de los Guardianes eran hombres de Balliol y otros tres lo eran de Bruce. Estaban atascados.

Me vais a permitir que retroceda otra vez en el tiempo para contar una historia que pensaréis que no guarda relación con el asunto escocés, pero que os aseguro que resultó esencial para los acontecimientos en Escocia y para que yo me encuentre hoy aquí en Glasgow custodiando a un rebelde llamado William Wallace. 

En 1284 se produjo un conflicto entre dos reyes por el dominio de la isla de Sicilia. Uno de los contendientes era el rey Pedro de Aragón, que se proclamó rey de Sicilia aprovechando una rebelión de los nativos contra su rey Carlos de Anjou. El otro rey implicado en el conflicto era Felipe de Francia, ya que Carlos de Anjou era su súbdito y además su sobrino. Para acabar de complicar la cuestión, el Papa (que era francés) se puso de parte de Carlos, excomulgó a Pedro y proclamó una cruzada para expulsarlo de Sicilia. El rey Felipe de Francia se aprestó a cumplir las órdenes papales y la guerra parecía asegurada.

Esto ocasionó dos problemas a Eduardo de Inglaterra. El primero fue que este conflicto convirtió en inviable su proyecto de organizar una nueva cruzada a Tierra Santa, para el que necesitaba la colaboración de todos los monarcas de la Cristiandad. El segundo, más grave, es que todas las partes en conflicto dirigieron sus ojos hacia él en busca de apoyo. Pedro de Aragón y Eduardo siempre habían tenido muy buena relación, e incluso habían pensado en una alianza dinástica casando a sus hijos. Por su parte, Felipe era primo de Eduardo y, en teoría, su señor soberano por las posesiones de mi rey en Gascuña. El Papa, por su parte, consideraba que como rey cristiano, Eduardo tenía la obligación de acudir a su llamada para una cruzada contra Pedro de Aragón.

La situación para Eduardo era complicada. Por una parte no quería ir a la guerra y mucho menos tener que elegir un bando en un conflicto tan complejo y enemistarse con el otro contendiente. Por otra, tampoco quería simplemente mantenerse al margen; es de las pocas cosas que mi señor no sabe hacer. Así que decidió que la única línea de acción que le quedaba era tratar de detener la guerra. Se ofreció a viajar a Francia como mediador, pero Felipe rechazó su petición e inició la invasión de Aragón.

Entonces intervino un factor que en esta historia ya ha tenido protagonismo antes y que suele propiciar giros inesperados en la Historia: en pocos meses Carlos de Anjou, Felipe de Francia, Pedro de Aragón y el Papa fallecieron; todos y cada uno de ellos. La invasión francesa de Aragón se frenó y subieron al trono de los países contendientes dos adolescentes. La causa del conflicto seguía existiendo, pero las circunstancias habían cambiado enormemente y Eduardo lo aprovechó. Viajamos al continente y estuvimos meses viajando entre Francia y Aragón para negociar con ambos reyes. Llegué a conocer los Pirineos como la palma de mi mano. Llevó mucho tiempo, pero finalmente Eduardo consiguió lo que parecía imposible: un acuerdo entre Francia y Aragón, sancionado por el Papa.

Como consecuencia de su actuación, Eduardo ganó una imperecedera fama de excelente negociador y mediador en toda Europa ... incluida Escocia. ¿Entendéis ahora por qué esta historia estaba relacionada con mi presencia hoy en Glasgow? Efectivamente, los seis Guardianes escoceses decidieron solicitar la intervención de Eduardo I de Inglaterra para que ayudara a decidir quién tenía mejor derecho al trono escocés. Mi señor sonrió cuando recibió la noticia. Sus planes para conquistar Escocia volvían a la vida.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Capítulo 10

Lo sé, lo sé, ha pasado mucho tiempo; pero os puedo asegurar que he estado muy ocupado estos diecinueve años. Pero en este día de agosto de 1305 ha sucedido un hecho que merece ser contado. Por fin, después de ocho años de pesadilla hemos conseguido apresar al hombre que se ha convertido en el peor enemigo de Inglaterra. Seguramente habéis oído hablar de él: William Wallace.

Pero os preguntaréis qué pasó con la misión que iba a acometer: la muerte de Alejandro III de Escocia. Tanto mi cometido como las consecuencias pretendidas por mi rey se cumplieron de manera incluso mejor de lo que esperábamos. Si no hubiese sido por el hombre que ahora duerme en una celda cerca de mí, el éxito de nuestro plan hubiese sido total.

Para que la tarea de matar a Alejandro III tuviese el efecto esperado era fundamental que nadie sospechase que había sido asesinado. Ello requería, en primer lugar, que Alejandro estuviese solo; y en segundo lugar, que no quedasen rastros en su cuerpo que apuntasen a un asesinato. 

La ocasión se presentó el 18 de marzo de 1286. Yolande de Dreux debía ser una esposa ardiente, porque Alejandro estaba tan ansioso por reunirse nuevamente con ella que, a pesar de la tremenda tormenta que se había desatado, decidió cabalgar a su encuentro sin escolta desde Edimburgo hasta Queensferry donde se encontraba su mujer. Pero no estaba solo; maldiciendo y bendiciendo a la vez las tremendas condiciones meteorológicas que me empaparon pero me hicieron pasar desapercibido conseguí adelantar al rey al cruzar el estuario del río Forth. 

En la ruta que Alejandro tenía que seguir encontré el lugar perfecto para mis propósitos. En un momento dado el camino pasaba entre un bosque a su izquierda y un acantilado a su derecha. Me escondí en el bosque y cuando Alejandro se acercaba, lancé mi caballo contra el suyo. Alejandro y su caballo perdieron el equilibrio y cayeron por el acantilado. Me asomé y comprobé por la anormal posición del cuerpo del rey que se había roto el cuello; Alejandro III estaba muerto. Limpié las huellas de mi caballo y me marché de allí.

No fue hasta el día siguiente que descubrieron su cuerpo. Yo aguardé en vilo pasando frío en Glasgow para comprobar si había algún rumor sobre la posibilidad de que hubiera sido asesinado, pero aunque la conmoción que causó la noticia de su muerte fue tremenda, todo el mundo dio por hecho que había sido un desgraciado accidente causado por la tormenta y lloró la muerte del querido monarca que había gobernado Escocia durante treinta años. Cumplida mi parte, abandoné Escocia y volví a casa.

Y estaba en Londres celebrando con Eduardo el éxito de nuestro plan cuando recibimos un mensaje terrible. Alejandro III había aprovechado sus breves meses de matrimonio y Yolande de Dreux estaba embarazada. Toda nuestra estrategia se vendría abajo si tenía un heredero. Pero meses después nos enteramos que Yolande había perdido el hijo que esperaba. Juro que en este caso yo no tuve nada que ver.

Era tiempo de esperar y observar cómo reaccionaban los magnates escoceses, especialmente John Balliol y Robert Bruce. Tras arduas negociaciones consiguieron llegar a un acuerdo que se conoció como Tratado de Birgham, por el que se reconocía a la nieta noruega de Alejandro, Margaret como heredera de la corona. Durante su minoría de edad regiría el país un consejo de seis Guardianes. La composición del mismo fue lo más difícil de consensuar; finalmente se alcanzó un delicado punto de equilibrio. Dos de ellos serían condes, otros dos obispos y los dos últimos, barones. Pero lo que es más importante, tres de ellos pertenecían a la esfera de influencia de John Balliol y los otros tres a la de Robert Bruce.

Pero la parte más importante del Tratado de Birgham por lo que a Inglaterra afectaba es que se acordaba el matrimonio entre la nueva reina escocesa Margaret y el heredero de la corona inglesa. Un inglés sería rey de Escocia. Nuestro objetivo estaba conseguido. En teoría.


martes, 14 de octubre de 2014

Capítulo 9

A los galeses no les gustó mucho la nueva situación. Sobre todo al maldito Dafydd. A pesar de que gracias a Eduardo había conseguido diversas tierras que antes pertenecían a Llywelyn, estas tierras eran las que más cerca se encontraban de la nueva frontera con las conquistas inglesas en Gales. Y Eduardo no permitía ningún respiro a sus vecinos. Dafydd sufrió en sus carnes la presencia de los oficiales y jueces ingleses y llegó un momento en que decidió rebelarse contra Eduardo. El hecho de que varios castillos fronterizos fueran atacados de manera coordinada en marzo de 1282 implicaba claramente que alguien se encontraba detrás del ataque. Pensábamos que se trataría de Llywelyn, pero en realidad quien lideraba la nueva rebelión era Dafydd. Y Eduardo se dirigió rápidamente a solucionar el asunto.

Algo tengo que decir en defensa de Llywelyn. No sabía nada de la rebelión orquestada por su hermano, pero se encontró entre la espada y la pared y no le quedó otro remedio que unirse a ella. Pero Eduardo ya sabía cómo solventar el problema galés. Primero, el 11 de diciembre de 1282, en una escaramuza en un lugar perdido llamado Cilmeri nuestras tropas mataron a Llywelin. Era nuestro enemigo, pero tengo que mostrar mi respeto por este gran caudillo galés, el último de ellos. En cuanto a Dafydd, tuvimos que perseguirle como a un perro, pero finalmente fue capturado. El 2 de octubre de 1283, Dafydd Ap Gruffudd sufrió la misma suerte que Simon de Montfort. Literalmente la misma suerte, su cuerpo fue mutilado de la misma forma que el de de Montfort. Su cabeza y la de su hermano Llywelyn adornan todavía la entrada de la Abadía de Westminster, como prueba de lo que sucede a los que desafían la furia de Eduardo I de Inglaterra.

Para terminar con la historia de Gales, sólo me falta decir que fue completamente conquistado y que ahora forma parte totalmente integrada del reino de Inglaterra. Para que no quede ninguna duda, mi señor me ha explicado que tiene la intención de nombrar príncipe de Gales a su primogénito para que nadie tenga dudas de que Gales pertenece a Inglaterra. Será curioso que un príncipe de Gales lleve un nombre tan ajeno a nosotros como Alfonso, pero así decidieron Eduardo y Leonor de Castilla llamar a su primer hijo, en recuerdo del padre de ella Alfonso X de Castilla.

La experiencia de conquistar Gales hizo que Eduardo volviese sus ambiciosos ojos al Norte, hacia Escocia, la única región de nuestra isla que no dominaba. Hay que reconocer que son dos situaciones diferentes, porque Escocia, a diferencia de Gales, es un país independiente con su propio rey. Un rey, Alejandro III, que lleva gobernando el país durante treinta años y que tiene una triste y desgraciada historia. Casado con la hermana de mi señor Eduardo tuvo de ella tres hijos, pero todos ellos han muerto. Su única heredera, su nieta Margaret es una cría, que además vive en Noruega, de cuyo rey es hija.

Pero Alejandro III se ha vuelto a casar con la joven francesa Yolande de Dreux. Si tiene un hijo con ella, los problemas sucesorios terminarían. Sin embargo, si Alejandro muere sin otra descendencia que una niña noruega, se produciría en el país una confusa situación que mi señor podría aprovechar. Las dos más importantes familias de Escocia, los Balliol y los Bruce entrarían en un conflicto del que Eduardo podría sacar provecho.

Os dejo, tengo que matar a un rey. Teniendo en cuenta la naturaleza de mi tarea, es posible que no podamos mantener contacto en una temporada.


lunes, 13 de octubre de 2014

Capítulo 8

Para entender la furia de Eduardo al enterarse del proyecto de boda entre Llywelyn y Leonor de Montfort tengo que contar un poco más de las complicadas relaciones entre Eduardo y sus primos, los hijos de Simon de Montfort, que habían huido de Inglaterra después de la muerte de su padre en 1265. Simon y Guy se habían instalado en Italia, donde estaban al servicio de Carlos de Anjou, mientras que Leonor fijó su residencia en Francia. Cuando Eduardo tuvo que contar con la ayuda de Carlos de Anjou para su viaje a Tierra Santa decidió que había llegado la hora de cerrar las heridas con los de Montfort.

El candidato ideal para hacer de mediador entre ellos era Henry of Almain, que era primo de uno y de los otros. En el verano de 1271 Henry viajó a Italia y se hallaba en Viterbo cuando Guy llegó a la ciudad. Al enterarse de que su primo y representante de Eduardo estaba en Viterbo, Guy decidió vengarse en él por la muerte de su padre que llevaba rumiando seis años. Entró en la iglesia donde Henry estaba escuchando misa y le asesinó, para después realizar con su cuerpo el mismo ritual macabro de mutilación al que se había sometido a su padre. 

La furia de Eduardo no conoció límites y viajó a Italia en 1273 para tratar de prender a Guy y hacer justicia (Simon había muerto antes), pero al estar en un país extranjero no podía hacerlo por sí mismo y al parecer está mal visto que un rey mate a un hombre a sangre fría en otro país. Guy contaba con poderosos protectores y ni siquiera el Papa, a quien Eduardo pidió ayuda, pudo hacer otra cosa que excomulgar al asesino. 

Por eso en 1275, cuando Eduardo se enteró de que otro hijo de de Montfort, en este caso Leonor, pretendía casarse con el levantisco príncipe Llywelyn actuó con rapidez y para ello me pidió nuevamente ayuda. Leonor pretendía viajar en secreto a Gales desde Francia, pero nuestros espías averiguaron en qué fecha y en qué barco zarparía y les estábamos esperando en el Canal. Ni los tripulantes del barco eran soldados ni estaban interesados en lo más mínimo en una disputa entre señores ingleses de alta cuna, así que no tuvimos ningún problema en trasladar a Leonor a nuestro barco. Desde allí la llevamos al lugar de su cautiverio en Windsor; si se casaba con Llywelyn sería cuando Eduardo lo decidiera, donde Eduardo decidiera y en las condiciones que Eduardo fijara. Y vaya si fue así.

Pero me estoy adelantando. Abortada la amenaza de la peligrosa alianza Gales-de Montfort, Eduardo decidió poner fin de una vez por todas al problema galés. Había sido reacio a romper el tratado de Montgomery, porque en el mismo Llywelyn se comprometió a pagar unas jugosas compensaciones económicas, pero su paciencia se había agotado. Eduardo era muy consciente de que los anteriores intentos de los reyes ingleses para conquistar Gales habían tropezado con la complicada orografía del país, con sus bosques y montañas. Además los malditos galeses tenían una forma traicionera de hacer la guerra; evitaban las batallas en campo abierto y aprovechaban su conocimiento del terreno para someter a los ingleses a terribles y breves emboscadas, atacando de esa forma también sus líneas de suministro.

Pero creo haber dicho ya que mi señor no es alguien a quien le asusten las dificultades y tomó dos medidas para no fracasar como su padre y su abuelo. El avance de su ejército fue precedido de una hercúlea tarea de ingeniería en la que se construían caminos de tres metros de ancho y se talaron enormes extensiones de bosques. Y ordenó erigir a lo largo de la frontera una impresionante línea de castillos que sirviera de base al ataque y asegurara los suministros. Hecho esto, el 3 de julio de 1277 avanzó con su ejército desde Worcester, mientras otros dos cuerpos de ejército se dirigían a Gales desde el norte y desde el sur. Le acompañaba el hermano de Llywelyn, Dafydd, un sujeto poco recomendable que nunca me gustó, que se había enemistado con su hermano y buscado la protección de Eduardo. 

Nuestro avance, gracias a las medidas tomadas por Eduardo, fue rápido. Los galeses habían sido privados de su modo de hacer la guerra y Llywelyn sabía que no podía luchar en campo abierto con los ingleses. El momento decisivo fue la toma de la isla de Anglesey, “el granero de Gales”, de la que dependía la alimentación de las gentes del lugar. Sin Anglesey Llywelyn tuvo que rendirse y ceder parte de sus tierras a Eduardo y otras a su hermano Dafydd. En cuanto al homenaje debido a mi señor, éste quiso castigar el orgullo de Llywelyn: la ceremonia tuvo lugar en la Abadía de Westminster, en Londres, ante cientos de testigos.

Quedaba pendiente el asunto de la boda entre Llywelyn y Leonor, que ya podía celebrarse, pero como dije antes lo haría donde y cuando Eduardo quisiera. Con su habitual gusto por el simbolismo, Eduardo no les permitíó casarse en Gales como hubiese sido lo normal; tuvieron que hacerlo en Worcester, en la iglesia donde está enterrado el abuelo de Eduardo, Juan Sin Tierra. Y el día elegido fue aquél en el que se celebraba la festividad del rey inglés San Eduardo “El Confesor”. Llywelyn y Leonor contrajeron matrimonio el 13 de octubre de 1278.

Parecía que la cuestión galesa estaba solucionada definitivamente, pero en 1282 nuestro ejército tuvo que volver allí. Esta vez por culpa de Dafydd; por algo no me había gustado cuando le conocí.




domingo, 12 de octubre de 2014

Capítulo 7

Ha llegado el momento de contar cuál es la misión que me ha traído a Durham y el motivo de la misma. Creo que el vínculo que me une a Eduardo I de Inglaterra ha quedado suficientemente claro. Mi señor me ha ordenado matar al rey Alejandro III de Escocia y estoy dispuesto a hacerlo. Para arrojar algo de luz sobre los motivos que Eduardo tiene para poner fin a la vida del monarca escocés creo que es necesario explicar lo sucedido en Gales hace unos años, porque en realidad mi rey pretende hacer en Escocia lo que ya hizo en su día en Gales.

Otra vez os pido un poco de paciencia, porque para contar bien la historia tengo que retroceder a los primeros años de este siglo XIII. En 1206 reinaba en Inglaterra el abuelo de Eduardo Juan Sin Tierra, mientras el más poderoso gobernante de Gales era el señor de Gwynedd, Llywelyn ahora conocido como El Grande. Aunque los galeses llevaban tiempo reconociendo al rey inglés como señor soberano y le rendían homenaje, Llywelyn se rebeló contra Juan y conquistó diversos territorios que antes pertenecían a la corona inglesa. Juan intentó poner fin a los problemas entre ambos ofreciendo en matrimonio a Llywelyn a su hija natural Joanna. El matrimonio se consumó, aunque el hecho de que en 1230 Llywelyn sorprendiera a Joanna en flagrante acto de adulterio con el noble inglés William de Braose no ayudó a conseguir arreglar las cosas entre ambos.

Los problemas de los reyes ingleses con Llywelyn se vieron multiplicados con su nieto Llywelyn Ap Gruffudd, de quien ya os he hablado. El padre de Eduardo, Enrique III, se vio obligado muy a su pesar a reconocerle como príncipe de Gales en 1267 en el tratado de Montgomery. Cuando Eduardo subió al trono, Llywelyn cometió dos errores. En primer lugar esquivó en repetidas ocasiones encontrarse con el rey inglés para rendirle el homenaje que le debía como señor soberano. En una ocasión Eduardo llegó a tener que aguardar en Chester durante una semana la llegada de Llywelyn sólo para acabar descubriendo que el galés se negaba a viajar a Inglaterra, alegando que su seguridad no estaba garantizada porque varios nobles ingleses tenían ganas de echarle la mano encima por las disputas territoriales que existían entre ellos. Tengo que reconocer que en este punto no le faltaba algo de razón a Llywelyn, pero Eduardo lo interpretó como un insulto personal. Mi señor da mucha importancia a los gestos simbólicos (recordadme que os cuente una anécdota al respecto) y el símbolo que implicaba que Llywelyn le tuviera esperando en vano una semana en Chester supuso una enorme herida en el orgullo de Eduardo.

Pero el segundo y mayor error del galés, el hecho que colmó la paciencia de mi señor y que le decidió a cortar por lo sano el problema que suponía el príncipe Llywelyn de Gales fue la decisión de éste de contraer matrimonio. Os preguntaréis el motivo por el que al rey de Inglaterra le molestó que el príncipe de Gales, de más de cincuenta años de edad y sin herederos, decidiera casarse. El problema no era tanto su deseo de encontrar una esposa como la mujer que eligió para hacerlo. Se trataba ni más ni menos que de Leonor de Montfort; sí, Llywellyn pretendía casarse con la hija del gran enemigo de Eduardo Simon de Montfort, cuyos restos acabaron esparcidos en un río en Evesham. El banderín de enganche que supondría para los descontentos en Inglaterra la pareja formada por un rebelde príncipe galés y la hija de Simon de Montfort era demasiado peligroso para Eduardo, que actuó en consecuencia.

Pero antes de seguir narrando lo que ocurrió con Llywelyn y Leonor de Montfort, os había comentado que os contaría una historia sobre la importancia que Eduardo da a los gestos simbólicos y no me gusta dejar las cosas a medias, así que voy con ello. Conoceréis la historia del rey Arturo, escrita por Geoffrey de Monmouth. Según este escritor, que curiosamente es de origen galés, Arturo lideró a los britanos contra los invasores sajones y tras resultar herido en la batalla del Monte Badon fue trasladado por Merlín a la isla de Avalon donde espera mantenido con vida por un hechizo del mago para despertar en un momento de gran necesidad para su pueblo y liderarlo para derrotar a los invasores. 

El problema es que finalmente los sajones se impusieron a los britanos y les arrinconaron en el extremo sudoeste del país, o sea en Gales. Es decir, que los galeses eran los descendientes de los britanos del rey Arturo, mientras que nosotros los ingleses éramos los descendientes de los invasores sajones y según la profecía de de Monmouth si tratábamos de invadir Gales el rey Arturo volvería de la isla de Avalon para liderar a su pueblo contra nosotros. En honor a la verdad, no creo que Eduardo estuviese preocupado con esta posibilidad, pero sí lo estaba con el efecto moral que esta historia podía suponer en Gales, así que decidió cortarlo de raíz.

En 1191 los monjes de Glastonbury habían anunciado haber descubierto las tumbas del rey Arturo y de su adúltera mujer Ginebra (supongo que conocéis la historia de sus amoríos con Lanzarote del Lago). Dispuesto a cortar por lo sano con la leyenda Eduardo viajó con su esposa Leonor de Castilla a Glastonbury y desenterró los restos de Arturo y Ginebra. Él y Leonor cargaron con ellos (Eduardo con los de Arturo y Leonor con los de Ginebra) y los volvieron a enterrar en un nueva ubicación. Hecho esto, colocaron sobre los restos de Arturo y Ginebra una pesada lápida y sobre ella imprimieron los sellos de Eduardo y Leonor. El mensaje era bien claro: Arturo está muerto, bien muerto y enterrado y no va a acudir a liderar a los galeses ante lo que les espera.

Terminados los simbolismos, Eduardo se dispuso a pasar a la acción y a hacer saber a Llywelyn que sus humillaciones tendrían la respuesta adecuada.

sábado, 11 de octubre de 2014

Capítulo 6

Llegamos a San Juan de Acre la segunda semana de mayo de 1271. Ya os he contado que en 1240 el tío de Eduardo, Ricardo de Cornwall, había conseguido brevemente que los musulmanes devolvieran el control de Jerusalén a los cristianos. Pero poco después había aparecido en escena un nuevo grupo de musulmanes a los que se conocía con el nombre de mamelucos, mucho más belicosos en su actitud hacia los cristianos. No sólo habían reconquistado Jerusalén, sino que al mando del sultán Al-Zahir Baybars habían ido cayendo en su poder ciudades como Cesarea en 1265 o Antioquía en 1268. El peor golpe para los cristianos se había producido sólo unas semanas antes de nuestra llegada: la imponente fortaleza conocida como El Krak de los Caballeros, que se consideraba inexpugnable, se había rendido a las fuerzas de Al-Zahir. Los habitantes de San Juan de Acre pensaban, y no sin razón, que su ciudad sería la siguiente en caer.

Por ello, la llegada de un ejército cristiano procedente de Europa para apoyarles fue recibida inicialmente con entusiasmo por los ciudadanos de Acre, lo que supuso una inyección de moral para los que formábamos parte de ese ejército. Pero, siendo sincero con vosotros, tengo que reconocer que el entusiasmo duró poco, tanto en ellos como en nosotros. Los ciudadanos de Acre esperaban un ejército mucho más numeroso (los malditos franceses seguían reforzando su poder en Túnez y ni estaban en Acre ni se les esperaba); por nuestra parte, pensábamos que las fuerzas cristianas en Tierra Santa eran mucho más numerosas de lo que en realidad eran. Rápidamente unos y otros nos dimos cuenta que el número de guerreros cristianos que sumábamos era claramente insuficiente para enfrentarse a los mamelucos de Al.Zahir.

Pero mi señor Eduardo siempre ha sido un hombre de recursos. Si había demasiados musulmanes en el camino a Jerusalén para que pudiéramos derrotarlos, la única opción que nos quedaba era conseguir reducir su número para igualar las fuerzas. Para ello había dos caminos: un milagro divino en el que no confiábamos o encontrar un medio para que los musulmanes tuviesen que marcharse de allí. Y eso es lo que hizo Eduardo, en una maniobra para la que tuvo que contar con tres de sus más fieles sirvientes. No hace falta que os diga quién fue uno de ellos.

Al norte del imperio musulmán existía otra gran fuerza emergente que se encontraba en expansión desde que un caudillo carismático había unido a sus tribus; probablemente habéis oído hablar de él, se llamaba Gengis Khan. En 1271 lideraba al pueblo mongol su nieto Abagha, al que tuve la ocasión de conocer en persona cuando Eduardo me envió para convencerle de que atacara la frontera norte del imperio mameluco para obligar a Al-Zahir a desplazar a sus tropas al norte y liberar el camino a Jerusalén.

Inicialmente la estrategia funcionó; Abagha atacó y Al-Zahir acudió a defenderse. Abagha llegó a avanzar hasta encontrarse a sólo doscientas millas de Aleppo. Era nuestro momento. El 23 de noviembre todas las fuerzas cristianas, con el apoyo de las órdenes militares salimos de San Juan de Acre camino de Jerusalén; pero antes teníamos que tomar la fortaleza musulmana de Qaqun, que no podíamos dejar atrás en nuestro camino a la Ciudad Santa sin correr el riesgo de que nuestras líneas de suministros fuesen atacadas una y otra vez.

El plan tuvo dos fallos. El primero fue que no fuimos capaces de capturar Qaqun; el segundo, que los mongoles decidieron dar media vuelta y abandonar su invasión. Ello implicaba que la totalidad de la fuerza de Al-Zahir, con la que no podíamos competir, se dirigía hacia nosotros. Tuvimos que regresar con el rabo entre las piernas a San Juan de Acre.

Después de nuestro fallido ataque se produjo un período de inactividad que fue deteriorando la relación entre los ingleses y los cristianos de San Juan de Acre. Más allá de sus diferencias, entre los cristianos y los musulmanes de Tierra Santa existían unas florecientes y lucrativas relaciones comerciales que nuestras bélicas pretensiones ponían en peligro. En abril de 1272 todos los gobernantes cristianos de Ultramar firmaron con Al-Zahir una tregua de diez años. Todos, salvo Eduardo de Inglaterra.

Supongo que en ese momento el sultán se hartó de nosotros y decidió terminar con el problema por la vía rápida. Un día, un grupo de musulmanes se presentó en San Juan de Acre pretendiendo haber desertado del ejército de Al-Zahir y querer ayudarnos a derrocarle. Diréis, con razón, que deberíamos haber sospechado de ellos, pero Eduardo estaba tan ansioso por tomar Jerusalén que les abrió las puertas de su palacio de par en par.

El 17 de junio de 1272 me hallaba junto a Eduardo, que curiosamente cumplía años ese día, cuando uno de los miembros de los “disidentes” mamelucos se acercó diciendo que tenía información importante para poder asesinar al sultán. Esto atrajo la atención de mi señor, que se acercó imprudentemente al árabe; en ese momento el mameluco sacó de su túnica un puñal con el que hirió a Eduardo. Yo reaccioné rápidamente y ataqué al maldito musulmán, apartándole del príncipe y apuñalándole hasta matarlo.

Así fue como en la renombrada fecha del 17 de junio de 1272 salvé la vida a Eduardo I de Inglaterra, forjando entre nosotros un vínculo indestructible. Se suele decir que cuando un hombre salva la vida a otro, éste adquiere con el primero una deuda de por vida. En mi caso fue al revés. Si había salvado la vida de Eduardo tenía que velar por él y por su vida; de lo contrario mi gesto habría sido en vano. Por eso soy en este momento su más leal servidor, dispuesto a cumplir cualquier orden que me dé.

Aunque el sultán fracasó en su intento de asesinar a Eduardo, sí tuvo éxito en algo. El cuchillo de su esbirro estaba envenenado y mi señor se debatió durante semanas entre la vida y la muerte. Aunque logró sobrevivir, la cruzada podía darse por terminada. De vuelta a Inglaterra, Eduardo estaba en Sicilia, todavía convaleciente, cuando nos llegó la noticia de que el rey Enrique III había muerto el 16 de noviembre de 1272. Eduardo ya no era príncipe, era el rey de Inglaterra.


viernes, 10 de octubre de 2014

Capítulo 5

Os preguntaréis qué hacían un príncipe inglés y su fiel amigo y servidor en San Juan de Acre en 1272. Os lo diré, pero tendréis que tener paciencia conmigo; soy muy metódico y cuando cuento algo me gusta hacerlo explicándolo desde sus orígenes.

La relación de los Plantagenet con las cruzadas y con Tierra Santa viene de muy lejos. Ya la bisabuela de Eduardo, la legendaria Leonor de Aquitania formó parte de las cruzadas cuando todavía estaba casada con el rey Luis de Francia, causando un considerable escándalo por sus liberales costumbres y su relación con su tío Raimundo. 

Después de su madre, el hijo de Leonor y tío abuelo de Eduardo, el celebrado Ricardo Corazón de León libró una heroica lucha con el caudillo musulmán Saladino en Tierra Santa, aunque no fue capaz de conquistar Jerusalén para que los cristianos pudieran peregrinar al Santo Sepulcro. Curiosamente, lo que él no pudo conseguir por la fuerza de las armas lo logró por la vía diplomática otro Ricardo, hermano de Enrique III y tío de mi señor. Se recuerda menos que las hazañas guerreras de Corazón de Léon, quizás porque sólo duró cuatro años, pero en 1240 y por la vía de la negociación Ricardo de Cornwall viajó a Tierra Santa y consiguió que los musulmanes devolviesen a los cristianos el dominio de Jerusalén. Como digo, fue un logro de breve duración, pues en 1244 los musulmanes volvieron a tomar la ciudad.

Enrique III era un rey muy religioso; su modelo era el rey sajón que había sido declarado santo, Eduardo El Confesor. Contar su historia y lo que ocurrió a su muerte en 1066 sería muy largo y probablemente haría que dejaráis de prestarme atención, así que lo dejaré para otra ocasión. Baste decir que si el primogénito de Enrique se llamaba Eduardo no era por casualidad. En todo caso, desde la nueva pérdida de Jerusalén Enrique estaba obsesionado por liderar una cruzada para recuperarla. Sin embargo sus problemas con Simon de Montfort y con el levantisco caudillo galés Llywelyn Ap Gruffudd hicieron imposible que pudiera dejar Inglaterra. Recordadme que os hable de este galés, porque tiene mucho que ver con mi presencia hoy en Durham.

Los problemas para organizar una cruzada fueron desapareciendo, primero en 1265 con la derrota de Simon de Montfort que ya os he contado y luego con la firma de un tratado de paz en 1267 con Llywelyn en Montgomery. Seguro que empezáis a estar intrigados con este personaje, sobre todo si os digo que el tratado le reconoció como príncipe de Gales, lo que ningún rey inglés había hecho antes con un galés, pero voy a contar la historia a mi manera y todavía no es el turno de Llywelyn. Ya llegará su momento. 

Como decía, solventados los problemas con los nobles del reino y en Gales, sólo quedaba un obstáculo para poder partir a Tierra Santa. Es un problema muy habitual y con el que seguro que muchos de vosotros estáis familiarizados; se llama dinero. ¿Podéis calcular el coste que supone desplazar, pagar y alimentar a un ejército para conquistar Jerusalén? Muchos ingleses no compartían el fervor religioso de Enrique y no entendían el sentido de recuperar el lugar donde murió Jesús hace más de mil años; además, los problemas con Simon de Montfort estaban demasiado recientes. No, la fuente para financiar una cruzada tenía que provenir de otro lugar.

La respuesta a esta pregunta era evidente. ¿A quién podía interesar más recuperar el lugar de nacimiento de la religión cristiana?  ¿y quién disponía de enormes recursos económicos que podían sin problema pagar a un ejército que reconquistara Jerusalén? El Papa de Roma era la clave para acometer la cruzada, pero cada vez que Eduardo (Enrique era ya demasiado mayor para liderar un ejército) negociaba y cerraba un acuerdo para la financiación de la cruzada, el Papa en cuestión tenía la mala costumbre de fallecer y las cosas se paralizaban hasta que se nombrara un nuevo Pontífice, lo que podía tardar meses.

Finalmente, en 1270 Eduardo consiguió los fondos necesarios y embarcamos con dirección a Francia, porque el rey francés Felipe se uniría a la cruzada e iríamos juntos a Tierra Santa. En teoría. Cuando llegamos a Francia descubrimos que los franceses no nos habían esperado. Cruzamos el país a uña de caballo sólo para descubrir no sólo que los franceses habían embarcado, sino que no lo habían hecho hacia Tierra Santa sino hacia Túnez, donde el hermano del rey francés, que era rey de Sicilia, quería solucionar ciertos problemas personales con sus súbditos en África.

La pretensión de conquistar Jerusalén con un ejército combinado de ingleses y franceses era complicada. La de hacerlo con un ejército compuesto sólo por ingleses era una temeridad. Lo razonable hubiera sido volvernos a casa y renunciar al proyecto. Pero aunque mi señor Eduardo tiene muchas virtudes, tengo que reconocer que la de ser razonable no está entre ellas. Así que embarcamos hacia San Juan de Acre.

Es suficiente por el momento; creo que lo mejor es que hagamos una pausa antes de que os cuente lo que pasó el 17 de junio de 1272. Sólo os anticipo que fue un suceso que estuvo a punto de terminar con la vida de Eduardo y que cimentó nuestra amistad hasta el punto de hacerme aceptar la orden de asesinar a un rey.

jueves, 9 de octubre de 2014

Capítulo 4

Recordaréis que después de la derrota del ejército real a manos de Simon de Monfort en Lewes en 1263, mi señor Eduardo había quedado recluído en Wallingford para garantizar el cumplimiento por parte del rey Enrique del nuevo sistema de gobierno impuesto por de Montfort. Enrique era una figura patética, un rey sin poder, mientras que el prepotente Simon hacía y deshacía a su antojo apoyado por un parlamento al que dominaba a placer. Podéis suponer que ni el rey ni su hijo estaban muy contentos con la situación, pero mientras Eduardo estuviese en poder de de Montfort, el rey no podía hacer ningún movimiento. 

Y entonces llegó el 28 de mayo de 1265, fecha memorable. De Monfort había cometido el error de rebajar la vigilancia sobre el príncipe, que por entonces se hallaba en Hereford, y le había permitido recibir visitas aunque siempre bajo la vigilancia de varios guardias. Ese día Eduardo había recibido la visita de tres amigos, Leybourne, Clifford y Thomas de Clare, hijo del conde de Gloucester. Decidieron salir a cabalgar con la excusa de poner a prueba la resistencia de sus caballos. Les acompañaban varios guardias, cuyos caballos también fueron puestos a prueba. Lo que los guardias no detectaron es que Eduardo refrenaba a veces a su caballo para que se encontrase menos cansado que los demás. En un momento dado, en un bosque en las cercanías de Hereford, Eduardo se dirigió a los guardias, les dijo “que tengan ustedes un buen día, caballeros”, picó espuelas a su caballo, aprovechó la ventaja que le daban las fuerzas que éste había guardado y se dirigió a un lugar previamente acordado. ¿Sabéis quién le estaba esperando allí con caballos de refuerzo? Seguro que sí. 

A uña de caballo nos dirigimos a Ludlow, huyendo de los guardias de de Montfort, en una excitante cabalgada que cambió el futuro de Inglaterra y que no se hubiese podido llevar a cabo sin mi intervención. Si no habéis participado en un episodio de esta índole, no podéis saber cómo une a dos hombres la tensión que se vive mientras cabalgas para salvar la vida. Además, sin mi ayuda probablemente Eduardo no estaría ahora sentado en el trono de Inglaterra o lo estaría como una figura decorativa como su padre en 1263.

Ya, ya lo sé. Voy a dejar de lanzarme flores y a seguir con la historia. Una vez Eduardo escapó de las garras de de Monfort se pudo organizar un ejército para enfrentar al conde que gobernaba el país como un rey en todo menos en nombre. El 4 de agosto de 1265 de Monfort y sus fuerzas se encontraban en Evesham y esperaban encontrarse allí con el ejército dirigido por Eduardo, que según sus informaciones no llegaría hasta el día siguiente. En ese momento mi señor demostró por primera vez su fortaleza de carácter y su genio militar del que por ejemplo los galeses pueden dar testimonio. Hizo viajar a su ejército toda la noche y sorprendió a las tropas de de Montfort. Evesham no fue una batalla, fue una masacre y esta vez el maldito de Montfort no pudo hacer nada.

Terminada la batalla, mi señor dio muestras también por primera vez de otro de sus signos distintivos: su crueldad con sus enemigos. No se contentó con matar a de Montfort. Trasladó su cadáver a la cercana abadía de Evesham, lo mutiló de una forma que no querréis que os detalle y lanzó los pedazos al cercano río para que no hubiese una tumba de Simon de Montfort que en el futuro sirviese de lugar de peregrinación para sus seguidores.

Muerto de Montfort la rebelión de los nobles perdió toda su fuerza, Enrique recuperó el poder que todo monarca debe ostentar y todo ello gracias a su hijo Eduardo y a .... vale, vale, no lo digo más.

Hubo otro hecho, mucho más terrible que forjó mi amistad con Eduardo I de Inglaterra. Pero para ello tenemos que dar un salto en el espacio y en el tiempo. Tenemos que situarnos en el 17 de junio de 1272 y, nada más y nada menos, que en San Juan de Acre.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Capítulo 3

Cuando Eduardo fue encerrado en Wallingford tenía veintitrés años. Él y yo nos habíamos conocido nueve años antes, en 1254. Mi padre había conseguido que se me incluyese entre la escolta que acompañaría al joven príncipe inglés en su primer viaje de importancia al continente.

Pensaréis que me estoy yendo por las ramas y que a qué viene remontarme a algó que sucedió hace más de treinta años, pero lo necesito. Para mí es muy importante recordar los lazos que me unen al hombre que me ha ordenado hacer algo tan terrible y poder llevarlo a cabo sin que me tiemble la mano. He matado a más de un hombre, pero siempre ha sido en una batalla, y ninguno de ellos era un rey. Necesito renovar, aunque sea mentalmente, mi relación con el rey Eduardo de Inglaterra.

Como decía, conocí a Eduardo cuando le acompañé a Gascuña en 1254 para solventar una disputa territorial. Los reyes ingleses eran los señores de diversos territorios en suelo francés, entre ellos Gascuña. Normalmente, las disputas por el dominio de estos territorios eran con los reyes de Francia. Así había sido especialmente desde que nuestro rey Enrique II, el primer Plantagenet, se casó con Leonor de Aquitania. Leonor había sido antes la esposa del rey de Francia Luis y, aunque cuando se casó con Enrique el matrimonio con Luis ya había sido anulado, supongo que al francés no le debió hacer ninguna gracia que el rey inglés disfrutara de la espectacular mujer a la que él ya no podría tocar. Que además ella aportara al matrimonio las ricas tierras de Aquitania, que se unían a las de Normandía que Enrique ya dominaba no debió ayudar mucho a paliar el enfado del francés. Y que Enrique tuviese con Leonor ocho hijos, cinco de ellos varones, debió suponer la puntilla en el honor masculino de Luis, que no tuvo ningún hijo varón con Leonor. Desde entonces, las relaciones entre los reyes de Francia y de Inglaterra habían sido delicadas, por decirlo suavemente.

Pero en 1254, la disputa por Gascuña no era con el rey de Francia, sino con Alfonso X de Castilla. Para solventar el problema, y para que el joven príncipe Eduardo se fuese curtiendo en las tareas de gobierno, su padre le envió al frente de la delegación inglesa que viajó a Gascuña y de la que yo formaba parte. Los detalles de la disputa son complicados y aburridos; baste decir que finalmente se acordó que Alfonso renunciaría a sus pretensiones sobre Gascuña y que a cambio se concertaría el matrimonio entre el príncipe inglés Eduardo, mi señor, y la hermana del rey de Castilla, de nombre Leonor.

Ese fue el motivo por el que la comitiva inglesa viajó desde Gascuña hasta Castilla y se instaló en la bonita villa de Burgos. El rey Alfonso se empeñó en ordenarnos caballeros, así que allí, en Burgos, Eduardo y yo celebramos las dos ceremonias nocturnas imprescindibles para que cualquier joven noble sea nombrado caballero.

La primera, solemne y aburrida, consistió en pasar una noche en la recién construida y espectacular catedral de la ciudad. La idea es que se debe pasar la noche entera despierto, velando las armas que te acompañarán en tu vida de caballero. Tengo que reconocer que ni Eduardo ni yo pasamos toda la noche despiertos, pero el caso es que a la mañana siguiente el rey Alfonso celebró la solemne ceremonia; y de esa forma, un príncipe inglés y un joven de la pequeña nobleza del país fueron ordenados caballeros por un rey de Castilla.

La segunda ceremonia imprescindible para que todo joven se convirtiese en caballero, fue mucho más divertida y tuvo lugar la noche siguiente en una alegre taberna de Burgos repleta de sonrientes mujeres locales. El que no entendiéramos su idioma no fue ningún problema. Eduardo siempre ha sido el preferido de las damas, con su metro noventa y su aire regio, aunque desde que Leonor de Castilla y él pusieron sus ojos el uno en el otro se han convertido en inseparables. En cuanto a mí, parece que mi cabello rubio y mis ojos verdes llamaron la atención de las castellanas, poco acostumbradas a ellos.

Os ahorraré los detalles, seguro que os los podéis imaginar. Lo que sí puedo decir es que ambas ceremonias, más la segunda que la primera para ser sinceros, forjaron una gran amistad entre Eduardo y yo que ha llegado hasta el día de hoy.

Hubo otros dos hechos, de índole bastante más seria que hicieron que nos convirtiéramos en uña y carne y  y que explican por qué estoy hoy pasando frío en Durham para matar a un rey. El primero de ellos tuvo lugar el 28 de mayo e 1265, un día memorable que siempre recordaré.