jueves, 13 de noviembre de 2014

Capítulo 24

Para ser un hombre que sabía que su sentencia estaba dictada de antemano, tengo que reconocer que William Wallace se comportó con gallardía en su juicio. Podía haber mostrado arrepentimiento y buscado clemencia, pero se mantuvo firme y orgulloso en todo momento mientras contestaba una a una las preguntas del tribunal sin ocultar ninguna de las acciones que le llevaron a ser juzgado por traición a Eduardo I en Westminster.

Esa fue la primera sorpresa del juicio; ante la acusación de traición al rey, Wallace contestó que él nunca había jurado obediencia a mi señor, por lo que difícilmente podía ser acusado de traición. El tribunal había dado por hecho que Wallace, como todos los nobles y terratenientes de Escocia había firmado los documentos conocidos como Ragman Rolls, en los que se reconoció a Eduardo como señor soberano de Escocia. La primera vez que se suscribieron estos juramentos fue en el proceso para la elección de John Balliol como rey de Escocia en 1291; la segunda, tras la derrota de las fuerzas escocesas en Dunbar en 1296. Wallace mira con orgullo hacia la Piedra de Scone, incautada tras esa campaña, mientras afirma que él nunca firmó los Ragman Rolls y que, por tanto, no puede ser acusado de traición a un rey al que nunca juró obediencia. El tribunal hace caso omiso de su alegación, aunque no deja de ser cierta.

El juicio prosigue con el asesinato del sheriff de Lanark. Wallace argumenta que no puede considerarse como delito; cita el precepto de la Biblia “ojo por ojo, diente por diente”. Y narra, con lágrimas en los ojos, cómo el sheriff asesinó sin motivo a toda su familia; la muerte del sheriff no fue otra cosa que el ejercicio de la justicia divina.

Tengo que reconocer que mi respeto por William va aumentando a medida que se desarrolla el juicio; no quiero malentendidos, es mi enemigo y no pienso perdonar todo lo que nos hizo sufrir. Pero su actitud firme y su habilidad para defenderse de las acusaciones del tribunal son dignas de admiración. Un ejemplo de ello es la contestación que ofrece cuando surge el tema de sus razzias en Northumbria y Cumbria después de la victoria escocesa en Stirling Bridge. 

Según él existían tres motivos que justificaban una incursión en tierras inglesas. Primero, que muertos o cautivos después de Stirling casi todos los soldados de Cumbria y de Northumbria, estas tierras eran una pieza mucho más fácil de atacar que la guarnición del castillo de Edimburgo. Segundo, que el invierno de 1297 fue especialmente duro y todas las provisiones y animales capturados durante la campaña fueron un inmenso alivio para la difícil situación de los campesinos escoceses. Y tercero, pero no menos importante, que conseguir una exitosa aunque breve invasión de Inglaterra cimentó la fama del Guardián de Escocia William Wallace como gran e invencible guerrero.

El tribunal pregunta a Wallace por sus actividades después de la derrota escocesa en Falkirk. William cuenta lo que ya me habiá comentado a mí, que viajó a Francia para unirse al esfuerzo diplomático escocés liderado por Baldred Bisset, William of Eaglesham y William Frere para conseguir el apoyo de Francia en la lucha por la independencia de Escocia. Esperaban que el prestigio guerrero de Wallace sirviera para impresionar a los franceses; ya os he contado como terminó todo.

De repente una revelación de William Wallace hace que dé un respingo en mi asiento. Cuenta que en el año 1300 estuvo en Roma visitando al Papa Bonifacio con una carta de recomendación de Felipe IV de Francia para tratar de obtener el apoyo del papado a la causa escocesa. Os explico el motivo de mi sorpresa, porque supongo que es difícil recordar todos los hechos de esta historia; en 1300, Eduardo I y yo nos encontrábamos al frente de un ejército dispuestos a invadir Escocia cuando llegó una carta del Papa conminándonos a abandonar cualquier pretensión soberana de Eduardo sobre los escoceses. Esa carta nos obligó a retirarnos y retrasó cuatro años el sometimiento de Escocia al yugo de Eduardo. Por lo que parece, Wallace no sólo triunfó en el campo de batalla de Stirling. 

No queda mucho que contar. William dice que retornó a Escocia en 1303, pero que no realizó ningún ataque contra los ingleses porque no contaba con fuerzas suficientes para hacerlo. Quedaba una cuestión por resolver; por qué permaneció en Escocia después de la jura de obediencia de todo el país a Eduardo I en 1304 y sabiendo que tenía puesto precio a su cabeza. William Wallace adopta una pose orgullosa, incluso parece crecer, y mirando fijamente al presidente del tribunal declara que Escocia es su país y que nada ni nadie iba a conseguir que lo abandonara. 

Este último arranque de gallardía sirve para poco. William Wallace es declarado culpable y condenado a muerte.

*******************************

Hoy, 23 de agosto de 1305, se ha cumplido la sentencia y William Wallace ha sido ejecutado. En otras ocasiones os he contado la brutalidad con la que Eduardo I trata a sus enemigos, pero en el caso del hombre que le desafió y retrasó años la incorporación de Escocia a la corona de Inglaterra mi señor se ha superado. Tras un recorrido de dos horas desde Westminster hasta Smithfield durante el que los londinenses han lanzado todo tipo de objetos al reo, William Wallace ha sido ahorcado; mientras estaba todavía vivo, ha sido abierto en canal y se le han extraído las entrañas. Agonizante, ha visto como sus órganos eran quemados delante de él. 

Eduardo I ha ordenado que la cabeza de William Wallace sea expuesta en una pica en el Puente de Londres y que sus restos sean descuartizados y dispersados para que sirvan de advertencia a los que traten de rebelarse contra él. El cuerpo de William Wallace se dividirá en cuatro partes y será exhibido en Newcastle, Berwick, Perth y Stirling.

Aquí termina la historia de William Wallace y yo, Robert Burnell, con vuestro permiso me retiro en busca de un lugar más cálido pues soy ya mayor y mis huesos se resienten de la humedad; además, no sé si lo había dicho, pero soy friolero.


FIN


NOTA DEL AUTOR

Esta es una obra de ficción. Alejandro III de Escocia no fue asesinado, o al menos ningún historiador de los que he leído se plantea esa hipótesis. No obstante, cuando tuve conocimiento de las extrañas circunstancias en que falleció y viendo las graves consecuencias de su muerte, me pregunté si no era posible que hubiese sido asesinado. Hay diferentes teorías sobre si viajaba solo o acompañado cuando cayó por un acantilado una noche de tormenta, pero en todo caso se trataba de un tema que me intrigaba. Y ese es el origen de esta novela.

Tengo además que pedir disculpas a Robert Burnell. Es cierto que fue uno de los más fieles servidores de Eduardo I y que fue su canciller, pero me he permitido muchas libertades con él. De entrada adjudicarle el papel de magnicida. En segundo lugar, prolongar su vida. Robert Brunell falleció en 1297, por lo que no pudo estar presente en la detención y ejecución de William Wallace en 1305, pero la coherencia de la narración requería su presencia. Además le he atribuido el papel de diferentes personajes en la ordenación de Eduardo como caballero en Burgos, en su huída de las fuerzas de Simon de Montfort y en el episodio del intento de asesinato de Eduardo en San Juan de Acre. En realidad fue el propio Eduardo quien redujo al musulmán que atentó contra él, pero me pareció necesario otorgar ese papel a Robert para reforzar el vínculo que le llevaba a aceptar la orden de Eduardo de matar a Alejandro III.

Salvando esto, que no es poco, he intentado ser fiel a la historia de William Wallace y Eduardo I. Es muy poco lo que se conoce sobre William Wallace antes de la muerte del sheriff de Lanark en 1296, e incluso los motivos que le llevaron a asesinarlo no están claros. He optado por las dos fuentes más fiables sobre el tema que son Edward I, a great and terrible king de Marc Morris y William Wallace: the man and the myth de Chris Brown. He buceado mucho en internet para tratar de documentarme más a fondo, pero solamente me ha servido para darme cuenta de que muchas páginas históricas supuestamente serias están repletas de errores. En una he leído que Andrew Murray luchó con Wallace en Falkirk, cuando llevaba un año muerto. En otra que Wallace fue nombrado Guardián de Escocia por John Balliol, que por entonces estaba cautivo en la Torre de Londres.

Por ello he optado por limitarme a contar los hechos históricamente comprobados sobre William Wallace y Eduardo I. Solamente me he permitido una licencia; no está probado que Wallace viajase a Roma y viese al Papa. Pero sí que el rey Felipe IV de Francia le otorgase una carta de recomendación y que Bonifacio enviase una carta a Eduardo I ordenando que respetase la independencia de Escocia. Me he permitido relacionar ambos hechos y otorgar el mérito a William Wallace.

Los problemas entre Inglaterra y Escocia no terminaron con la muerte de Wallace. Y el responsable de que fuera así tiene un nombre: Robert Bruce. Sus desavenencias con John Comyn fueron en aumento y se convirtió en una pesadilla para Eduardo I y sobre todo para su hijo Eduardo II ... pero esa es otra historia.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Capítulo 23

Solucionado el asunto de John Balliol, el principal objetivo para subyugar a Escocia era conseguir la rendición de sus Guardianes; mejor dicho, de su Guardián, John Comyn. El otro Guardián, Robert Bruce, ya no era un problema para nosotros; Wallace discrepa y me comenta que deberíamos encerrar a Robert Bruce bajo siete llaves en la mazmorra más húmeda y oscura de la Torre de Londres o volverá a darnos quebraderos de cabeza. Posiblemente esté en lo cierto, el tiempo lo dirá.

Robert Bruce no era un problema cuando nos dirigimos a someter a los escoceses en 1304, porque en 1302 se había entregado a Eduardo e incluso formó parte de una expedición que mi señor dirigió contra Escocia en 1303. La cara de desprecio de Wallace es inenarrable. Quizás es necesario explicar los motivos que llevaron a Bruce a tomar esta decisión.

De entrada, sus relaciones con el otro Guardián Johnn Comyn (arduo defensor de la causa de John Balliol) habían sido malas desde que ambos sustituyeron a Sir William Wallace en el cargo; hasta el punto de que ambos llegaron a las manos en una reunión en Peebles en 1299. Además, desde 1301 Bruce había atravesado una racha de mala suerte. Sus tierras habían sido sistemáticamente atacadas y saqueadas por los ingleses, que también habían llegado a ocupar alguno de sus castillos. En ese momento llegaron muy buenas noticias para los escoceses en general y para Robert Bruce en particular; en teoría. Con la mediación de Francia, se acordó una tregua de nueve meses entre Inglaterra y Escocia; durante ese período los ingleses retirarían sus tropas de los territorios conquistados, pero estos no serían devueltos a los escoceses sino que quedarían bajo custodia francesa para garantizar la paz.

Contrariamente a lo que parece, no se trató de una cesión por parte de Eduardo, sino de una muestra más de su genialidad y de su capacidad para juzgar a otros hombres y prever sus movimientos. Eduardo consideraba que el apoyo de Felipe IV de Francia a Escocia era más aparente que real y que se fundamentaba sobre todo en su deseo de tener a mi señor ocupado en casa para que no pudiera dedicarse a solucionar el problema gascón. Fue una apuesta arriesgada, pero salió bien para Eduardo; durante los nueve meses de la tregua ni un solo soldado francés apareció por Escocia. Esto fue un duro golpe moral para los escoceses, que vieron que su principal apoyo no lo era tanto.

Pero la gota que colmó el vaso para Robert Bruce fue la noticia que ya os comenté de la liberación de John Balliol de la custodia papal y su llegada a Francia. A partir de ese momento luchar por Escocia era luchar por el regreso al trono de Balliol, y eso era algo a lo que Robert Bruce no estaba dispuesto. Podéis imaginar el asombro de nuestra guarnición del castillo de Lochmaben cuando a principios de 1302 un tipo se presentó solo y desarmado, diciendo llamarse Robert Bruce y querer entregarse.  

Pero volvamos con John Comyn. Cuando entramos en Escocia en 1304 no había un ejército escocés para oponerse a nosotros. El Guardián Comyn podía ser un firme partidario de John Balliol, pero si este no iba a presentarse a reclamar su trono y Escocia había sido abandonada por Francia y el Papa lo que no iba a hacer era suicidarse por una causa perdida. Él y los principales miembros del partido de Balliol juraron obediencia a Eduardo en Strathord en febrero de 1304. Mi señor les permitió conservar su vida y sus bienes, aunque envió a alguno especialmente recalcitrante al exilio.

La noticia del sometimiento de Comyn y los magnates del reino a la autoridad de mi señor convenció al resto de pequeños nobles y terratenientes escoceses de la inutilidad de resistirse a Eduardo. En marzo, en una solemne ceremonia en St. Andrews, ciento treinta hombres juraron obediencia al rey de Inglaterra y de Escocia; sus vidas y haciendas también fueron conservadas.

Quedaba un solo foco de oposición a nuestra absoluta victoria en Escocia; simbólicamente se trataba del lugar donde William Walllace había tenido su mayor momento de gloria, aunque él no estaba allí en ese momento: el castillo de Stirling. La guarnición era numerosa, estaba decidida a resistir y contaba con la fortaleza de sus impresionantes muros.

Ayer comentaba que la noticia de la renuncia de John Balliol había corrido como la pólvora; y precisamente ese novísimo material explosivo que acababa de llegar a nuestra isla tuvo que mucho que ver con lo ocurrido en Stirling las ocho semanas que duró el asedio. Que una catapulta dispare piedras contra los muros del castillo que defiendes es una cosa; que dispare artefactos explosivos es otra muy diferente.

Cuando un día apareció una enorme catapulta ante los muros, a la que bautizamos como  Warwolf, los defensores de Stirling comprendieron que tardaríamos algunos días o algunas semanas, pero que la fortaleza caería, e izaron bandera blanca. Pero Eduardo no había hecho llevar a Warwolf hasta allí para no disfrutar del espectáculo de ver en acción a su nuevo juguete; además, los defensores del castillo habían estado a punto de lograr acabar con su vida en dos escaramuzas. Así que hizo que sufrieran unos días más los bombardeos de la enorme catapulta antes de aceptar su rendición. Como en los casos anteriores, permitió conservar la vida y sus bienes a la guarnición de Stirling.

La rebelión escocesa podía darse por terminada. Eduardo había sido muy generoso con los escoceses al haber perdonado su persistente negativa a aceptarle como rey; pero había un hombre al que Eduardo I de Inglaterra no estaba dispuesto a perdonar; un hombre que me mira desafiante y que mañana tendrá que sentarse frente a un tribunal en Westminster: William Wallace.

martes, 11 de noviembre de 2014

Capítulo 22

John Balliol había sido coronado rey de Escocia al haber sido elegido el candidato con mejor derecho al trono en el procedimiento de arbitraje dirigido por Eduardo I de Inglaterra. Llegó incluso a celebrar la tradicional ceremonia de coronación ante la Piedra del Destino en la abadía de Scone. Os refresco la memoria: tras la negativa escocesa a suministrar tropas a Eduardo para sus luchas en Gascuña, mi señor derrotó a los escoceses en 1296 en Dunbar, se hizo coronar rey de Escocia y se llevó la Piedra del Destino a Westminster.

En cuanto al depuesto rey John Balliol, había aceptado renunciar al trono a cambio de un lujoso retiro en Inglaterra; pero al descubrir que John había firmado un tratado con Francia para atacarnos, Eduardo decidió que su estancia sería en la Torre de Londres. Desde ese momento los escoceses que luchaban contra Inglaterra lo hacían por volver a recuperar la independencia de su reino; y el monarca al que trataban de restaurar en el trono era John Balliol. Wallace comenta que la gran mayoría de escoceses, él entre ellos, siempre lucharon por la causa de Balliol, pero que uno de ellos, Robert Bruce, estaba intentando labrarse su propio futuro. Aunque Wallace no es objetivo en todo lo relacionado con Bruce, debo reconocer que en este caso no le falta razón.

Eduardo sabía que otorgar la libertad a John Balliol convertiría a este en el estandarte de todos los rebeldes escoceses y su intención era prolongar su estancia en la Torre. Pero a veces los caminos de la diplomacia son tortuosos y requieren ceder en algo si quieres llegar a tu objetivo más importante. En 1298 Eduardo estaba inmerso en duras negociaciones con Francia y el Papa para determinar las condiciones en las que Felipe IV le devolvería el ducado de Gascuña. El acuerdo llegó y el tratado se firmó, pero como parte del mismo Felipe y el Papa impusieron a Eduardo el compromiso de liberar a John Balliol; lo más que pudo conseguir mi señor fue que no podría regresar a Escocia y que quedaría bajo la custodia del Papa. Pero el final de su cautiverio fue una muy buena noticia para los rebeldes escoceses. Wallace asiente.

En 1301, la guinda de una desastrosa campaña militar fue una noticia que nos llegó en octubre: el Papa había liberado a John Balliol y el depuesto rey de Escocia se encontraba en el peor lugar posible para nosotros: En Francia. Había sido una hábil maniobra del hermoso Felipe IV. Se rumoreaba que entre él y Balliol estaban reclutando un ejército para invadir Escocia y recuperarla para John I.

Ya conté cómo la derrota de los franceses en Courtrai en 1302 y sus problemas con el Papa obligaron al rey francés a olvidarse de Escocia y nos pusieron en disposición de invadir a nuestros revoltosos vecinos. Pero a mi rey no le gusta dejar nada al azar y si puede asestar un golpe moral a sus rivales no desperdicia la ocasión de hacerlo. Y para ello contó nuevamente conmigo.

Y así fue cómo en 1303 me encontraba en París para verme con John Balliol. Me encanta la cara de sorpresa que pone William, que también se encontraba allí por entonces. Dice que de haber sabido de mi viaje y de mi misión uno de los dos no estaría aquí sino siendo pasto de los peces en  el fondo del Sena. Para explicar el motivo por el que no se enteró de mi presencia ese año en París le contesto con un dicho que aprendí de la esposa castellana de Eduardo, Leonor: más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Mi parte del trabajo fue bastante sencilla; no hizo falta mucho para convencer a un cansado Balliol de las nulas posibilidades de conseguir recuperar el trono escocés sin el apoyo de Francia y del Papa; la mención de las frías estancias de la Torre de Londres a las que podría retornar también ayudó a que se comprometiera a no regresar a Escocia a reclamar su perdida corona.

Pero el golpe genial vino, cómo no, de la fértil imaginación de Eduardo I. Una noche, en una abarrotada taberna de Edimburgo, dos hombres vestidos con sus kilts y con un inequívoco acento escocés comentaban la stuación del país. Uno de ellos, claramente ebrio, se enfrentó a gritos a su compañero y juró haber escuchado que John Balliol había firmado un documento ante un notario inglés por el que renunciaba a cualquier derecho al trono de Escocia. Al día siguiente la noticia había corrido como la pólvora; Eduardo recompensó generosamente a los dos protagonistas de esta historia.

Luchar por tu reino está muy bien; pero si luchas por devolver la independencia a tu país y la corona a un rey ausente que no quiere volver a serlo, tu causa y tus deseos de defenderla a costa de tu vida se ven claramente perjudicadas.

Y así nos dispusimos a terminar de una vez por todas con el problema escocés.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Capítulo 21

Courtrai y Winchelsey. Esos son los nombres que esconden la clave para entender por qué a día de hoy Escocia está a los pies de Eduardo I y por qué el único hombre que se negó a aceptarlo está a punto de afrontar un juicio en Westminster en el que ni el mejor abogado apostaría un penique por un veredicto de inocencia.

Empecemos por Courtrai; no es el nombre de un noble francés, sino de un lugar. Un pequeño pueblo en Flandes donde el ejército del rey francés Felipe IV El Hermoso (le conocí personalmente, su apodo estaba justificado) fue masacrado por los flamencos el 11 de julio de 1302. Nuestra derrota en 1297 en Stirling Bridge fue una broma al lado de la que sufrieron los franceses en Courtrai. No es que un grupo de ciudadanos flamencos derrotaran a todo un ejército francés muy superior en número, sino que la cantidad de muertos entre la nobleza francesa decapitó al círculo de gobierno de Felipe IV y le impidió plantar cara a Eduardo I de Inglaterra. No podía enfrentarse a él en el conflicto entre ambos en Gascuña, y desde luego mucho menos seguir apoyando a Escocia en la lucha por su independencia. Desde hacía años Felipe había insistido en que cualquier acuerdo de paz con Inglaterra debía reflejar la renuncia de Eduardo a sus pretensiones sobre Escocia. 

Si los problemas de Felipe tras su derrota en Courtrai no eran lo suficientemente graves, el hermoso monarca francés cometió otro grave error: enfrentarse con el Papa. Felipe menospreció gravemente a un obispo francés y el Papa Bonifacio y él se enzarzaron en una dura polémica en la que buscar el apoyo de importantes aliados se convirtió en fundamental. Y pocos aliados más poderosos podían buscarse en Europa que la Inglaterra de Eduardo; de repente la independencia de Escocia por la que habían abogado tanto Felipe como Bonifacio dejó de resultar tan importante. Cuando se pactó una tregua entre Francia e Inglaterra, ninguna mención se hacía en la misma a Escocia, a pesar de la presencia en París de varios representantes escoceses, William Wallace entre ellos.

Pero para poder poner fin al problema escocés necesitábamos algo más que librarnos del apoyo francés a Escocia. En los primeros meses de 1303 los escoceses liderados por su Guardián John Comyn iniciaron una campaña en la que recuperaron varias plazas y emboscaron y asesinaron en Roslin al principal consejero de Eduardo en Escocia en temas económicos, Ralph Manton. Había que responder a esta afrenta; pero precisamente, nuestro principal problema era éste, el económico.

Y aquí entra en juego el segundo nombre que os he comentado como clave para la resolución del problema escocés: Winchelsea. Robert Winchelsea era el arzobispo de Canterbury y, como tal, cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Durante los cinco años anteriores a 1303 Winchelsea había liderado la rebelión del clero inglés que se negaba sistemáticamente a otorgar cualquier apoyo financiero a Eduardo; en contestación mi señor prohibió a la Iglesia recaudar cualquier tributo en Inglaterra. 

La situación era insostenible, así que Eduardo decidió pasar por encima del arzobispo de Canterbury y apelar directamente al Papa, que estaba muy interesado en mantenerse en buenos términos con mi señor. Nos llevó tiempo al conde de Lincoln Henry de Lacy y a mí, pero finalmente conseguimos arrancar del Papa un acuerdo: la Iglesia podría recaudar sus tributos en Inglaterra durante los siguientes tres años ... y la mitad de lo recaudado iría a parar a las arcas de Eduardo. A Winchelsea no le quedó otro remedio que plegarse a lo acordado con el Santo Padre.

Habíamos solucionado los problemas diplomáticos y financieros para poder volver a Escocia, pero una cosa teníamos clara: no habría otra batalla como Stirling Bridge o Falkirk. El proceso para dominar Escocia sería largo y costoso. Tendríamos que ir obteniendo juramentos castillo a castillo, noble a noble y ciudad a ciudad. Y para lograr que nuestra tarea fuese más sencilla había una pieza clave; alguien de quien quizás ya os hayáis olvidado: el antiguo rey de Escocia, John Balliol.