jueves, 13 de noviembre de 2014

Capítulo 24

Para ser un hombre que sabía que su sentencia estaba dictada de antemano, tengo que reconocer que William Wallace se comportó con gallardía en su juicio. Podía haber mostrado arrepentimiento y buscado clemencia, pero se mantuvo firme y orgulloso en todo momento mientras contestaba una a una las preguntas del tribunal sin ocultar ninguna de las acciones que le llevaron a ser juzgado por traición a Eduardo I en Westminster.

Esa fue la primera sorpresa del juicio; ante la acusación de traición al rey, Wallace contestó que él nunca había jurado obediencia a mi señor, por lo que difícilmente podía ser acusado de traición. El tribunal había dado por hecho que Wallace, como todos los nobles y terratenientes de Escocia había firmado los documentos conocidos como Ragman Rolls, en los que se reconoció a Eduardo como señor soberano de Escocia. La primera vez que se suscribieron estos juramentos fue en el proceso para la elección de John Balliol como rey de Escocia en 1291; la segunda, tras la derrota de las fuerzas escocesas en Dunbar en 1296. Wallace mira con orgullo hacia la Piedra de Scone, incautada tras esa campaña, mientras afirma que él nunca firmó los Ragman Rolls y que, por tanto, no puede ser acusado de traición a un rey al que nunca juró obediencia. El tribunal hace caso omiso de su alegación, aunque no deja de ser cierta.

El juicio prosigue con el asesinato del sheriff de Lanark. Wallace argumenta que no puede considerarse como delito; cita el precepto de la Biblia “ojo por ojo, diente por diente”. Y narra, con lágrimas en los ojos, cómo el sheriff asesinó sin motivo a toda su familia; la muerte del sheriff no fue otra cosa que el ejercicio de la justicia divina.

Tengo que reconocer que mi respeto por William va aumentando a medida que se desarrolla el juicio; no quiero malentendidos, es mi enemigo y no pienso perdonar todo lo que nos hizo sufrir. Pero su actitud firme y su habilidad para defenderse de las acusaciones del tribunal son dignas de admiración. Un ejemplo de ello es la contestación que ofrece cuando surge el tema de sus razzias en Northumbria y Cumbria después de la victoria escocesa en Stirling Bridge. 

Según él existían tres motivos que justificaban una incursión en tierras inglesas. Primero, que muertos o cautivos después de Stirling casi todos los soldados de Cumbria y de Northumbria, estas tierras eran una pieza mucho más fácil de atacar que la guarnición del castillo de Edimburgo. Segundo, que el invierno de 1297 fue especialmente duro y todas las provisiones y animales capturados durante la campaña fueron un inmenso alivio para la difícil situación de los campesinos escoceses. Y tercero, pero no menos importante, que conseguir una exitosa aunque breve invasión de Inglaterra cimentó la fama del Guardián de Escocia William Wallace como gran e invencible guerrero.

El tribunal pregunta a Wallace por sus actividades después de la derrota escocesa en Falkirk. William cuenta lo que ya me habiá comentado a mí, que viajó a Francia para unirse al esfuerzo diplomático escocés liderado por Baldred Bisset, William of Eaglesham y William Frere para conseguir el apoyo de Francia en la lucha por la independencia de Escocia. Esperaban que el prestigio guerrero de Wallace sirviera para impresionar a los franceses; ya os he contado como terminó todo.

De repente una revelación de William Wallace hace que dé un respingo en mi asiento. Cuenta que en el año 1300 estuvo en Roma visitando al Papa Bonifacio con una carta de recomendación de Felipe IV de Francia para tratar de obtener el apoyo del papado a la causa escocesa. Os explico el motivo de mi sorpresa, porque supongo que es difícil recordar todos los hechos de esta historia; en 1300, Eduardo I y yo nos encontrábamos al frente de un ejército dispuestos a invadir Escocia cuando llegó una carta del Papa conminándonos a abandonar cualquier pretensión soberana de Eduardo sobre los escoceses. Esa carta nos obligó a retirarnos y retrasó cuatro años el sometimiento de Escocia al yugo de Eduardo. Por lo que parece, Wallace no sólo triunfó en el campo de batalla de Stirling. 

No queda mucho que contar. William dice que retornó a Escocia en 1303, pero que no realizó ningún ataque contra los ingleses porque no contaba con fuerzas suficientes para hacerlo. Quedaba una cuestión por resolver; por qué permaneció en Escocia después de la jura de obediencia de todo el país a Eduardo I en 1304 y sabiendo que tenía puesto precio a su cabeza. William Wallace adopta una pose orgullosa, incluso parece crecer, y mirando fijamente al presidente del tribunal declara que Escocia es su país y que nada ni nadie iba a conseguir que lo abandonara. 

Este último arranque de gallardía sirve para poco. William Wallace es declarado culpable y condenado a muerte.

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Hoy, 23 de agosto de 1305, se ha cumplido la sentencia y William Wallace ha sido ejecutado. En otras ocasiones os he contado la brutalidad con la que Eduardo I trata a sus enemigos, pero en el caso del hombre que le desafió y retrasó años la incorporación de Escocia a la corona de Inglaterra mi señor se ha superado. Tras un recorrido de dos horas desde Westminster hasta Smithfield durante el que los londinenses han lanzado todo tipo de objetos al reo, William Wallace ha sido ahorcado; mientras estaba todavía vivo, ha sido abierto en canal y se le han extraído las entrañas. Agonizante, ha visto como sus órganos eran quemados delante de él. 

Eduardo I ha ordenado que la cabeza de William Wallace sea expuesta en una pica en el Puente de Londres y que sus restos sean descuartizados y dispersados para que sirvan de advertencia a los que traten de rebelarse contra él. El cuerpo de William Wallace se dividirá en cuatro partes y será exhibido en Newcastle, Berwick, Perth y Stirling.

Aquí termina la historia de William Wallace y yo, Robert Burnell, con vuestro permiso me retiro en busca de un lugar más cálido pues soy ya mayor y mis huesos se resienten de la humedad; además, no sé si lo había dicho, pero soy friolero.


FIN


NOTA DEL AUTOR

Esta es una obra de ficción. Alejandro III de Escocia no fue asesinado, o al menos ningún historiador de los que he leído se plantea esa hipótesis. No obstante, cuando tuve conocimiento de las extrañas circunstancias en que falleció y viendo las graves consecuencias de su muerte, me pregunté si no era posible que hubiese sido asesinado. Hay diferentes teorías sobre si viajaba solo o acompañado cuando cayó por un acantilado una noche de tormenta, pero en todo caso se trataba de un tema que me intrigaba. Y ese es el origen de esta novela.

Tengo además que pedir disculpas a Robert Burnell. Es cierto que fue uno de los más fieles servidores de Eduardo I y que fue su canciller, pero me he permitido muchas libertades con él. De entrada adjudicarle el papel de magnicida. En segundo lugar, prolongar su vida. Robert Brunell falleció en 1297, por lo que no pudo estar presente en la detención y ejecución de William Wallace en 1305, pero la coherencia de la narración requería su presencia. Además le he atribuido el papel de diferentes personajes en la ordenación de Eduardo como caballero en Burgos, en su huída de las fuerzas de Simon de Montfort y en el episodio del intento de asesinato de Eduardo en San Juan de Acre. En realidad fue el propio Eduardo quien redujo al musulmán que atentó contra él, pero me pareció necesario otorgar ese papel a Robert para reforzar el vínculo que le llevaba a aceptar la orden de Eduardo de matar a Alejandro III.

Salvando esto, que no es poco, he intentado ser fiel a la historia de William Wallace y Eduardo I. Es muy poco lo que se conoce sobre William Wallace antes de la muerte del sheriff de Lanark en 1296, e incluso los motivos que le llevaron a asesinarlo no están claros. He optado por las dos fuentes más fiables sobre el tema que son Edward I, a great and terrible king de Marc Morris y William Wallace: the man and the myth de Chris Brown. He buceado mucho en internet para tratar de documentarme más a fondo, pero solamente me ha servido para darme cuenta de que muchas páginas históricas supuestamente serias están repletas de errores. En una he leído que Andrew Murray luchó con Wallace en Falkirk, cuando llevaba un año muerto. En otra que Wallace fue nombrado Guardián de Escocia por John Balliol, que por entonces estaba cautivo en la Torre de Londres.

Por ello he optado por limitarme a contar los hechos históricamente comprobados sobre William Wallace y Eduardo I. Solamente me he permitido una licencia; no está probado que Wallace viajase a Roma y viese al Papa. Pero sí que el rey Felipe IV de Francia le otorgase una carta de recomendación y que Bonifacio enviase una carta a Eduardo I ordenando que respetase la independencia de Escocia. Me he permitido relacionar ambos hechos y otorgar el mérito a William Wallace.

Los problemas entre Inglaterra y Escocia no terminaron con la muerte de Wallace. Y el responsable de que fuera así tiene un nombre: Robert Bruce. Sus desavenencias con John Comyn fueron en aumento y se convirtió en una pesadilla para Eduardo I y sobre todo para su hijo Eduardo II ... pero esa es otra historia.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Capítulo 23

Solucionado el asunto de John Balliol, el principal objetivo para subyugar a Escocia era conseguir la rendición de sus Guardianes; mejor dicho, de su Guardián, John Comyn. El otro Guardián, Robert Bruce, ya no era un problema para nosotros; Wallace discrepa y me comenta que deberíamos encerrar a Robert Bruce bajo siete llaves en la mazmorra más húmeda y oscura de la Torre de Londres o volverá a darnos quebraderos de cabeza. Posiblemente esté en lo cierto, el tiempo lo dirá.

Robert Bruce no era un problema cuando nos dirigimos a someter a los escoceses en 1304, porque en 1302 se había entregado a Eduardo e incluso formó parte de una expedición que mi señor dirigió contra Escocia en 1303. La cara de desprecio de Wallace es inenarrable. Quizás es necesario explicar los motivos que llevaron a Bruce a tomar esta decisión.

De entrada, sus relaciones con el otro Guardián Johnn Comyn (arduo defensor de la causa de John Balliol) habían sido malas desde que ambos sustituyeron a Sir William Wallace en el cargo; hasta el punto de que ambos llegaron a las manos en una reunión en Peebles en 1299. Además, desde 1301 Bruce había atravesado una racha de mala suerte. Sus tierras habían sido sistemáticamente atacadas y saqueadas por los ingleses, que también habían llegado a ocupar alguno de sus castillos. En ese momento llegaron muy buenas noticias para los escoceses en general y para Robert Bruce en particular; en teoría. Con la mediación de Francia, se acordó una tregua de nueve meses entre Inglaterra y Escocia; durante ese período los ingleses retirarían sus tropas de los territorios conquistados, pero estos no serían devueltos a los escoceses sino que quedarían bajo custodia francesa para garantizar la paz.

Contrariamente a lo que parece, no se trató de una cesión por parte de Eduardo, sino de una muestra más de su genialidad y de su capacidad para juzgar a otros hombres y prever sus movimientos. Eduardo consideraba que el apoyo de Felipe IV de Francia a Escocia era más aparente que real y que se fundamentaba sobre todo en su deseo de tener a mi señor ocupado en casa para que no pudiera dedicarse a solucionar el problema gascón. Fue una apuesta arriesgada, pero salió bien para Eduardo; durante los nueve meses de la tregua ni un solo soldado francés apareció por Escocia. Esto fue un duro golpe moral para los escoceses, que vieron que su principal apoyo no lo era tanto.

Pero la gota que colmó el vaso para Robert Bruce fue la noticia que ya os comenté de la liberación de John Balliol de la custodia papal y su llegada a Francia. A partir de ese momento luchar por Escocia era luchar por el regreso al trono de Balliol, y eso era algo a lo que Robert Bruce no estaba dispuesto. Podéis imaginar el asombro de nuestra guarnición del castillo de Lochmaben cuando a principios de 1302 un tipo se presentó solo y desarmado, diciendo llamarse Robert Bruce y querer entregarse.  

Pero volvamos con John Comyn. Cuando entramos en Escocia en 1304 no había un ejército escocés para oponerse a nosotros. El Guardián Comyn podía ser un firme partidario de John Balliol, pero si este no iba a presentarse a reclamar su trono y Escocia había sido abandonada por Francia y el Papa lo que no iba a hacer era suicidarse por una causa perdida. Él y los principales miembros del partido de Balliol juraron obediencia a Eduardo en Strathord en febrero de 1304. Mi señor les permitió conservar su vida y sus bienes, aunque envió a alguno especialmente recalcitrante al exilio.

La noticia del sometimiento de Comyn y los magnates del reino a la autoridad de mi señor convenció al resto de pequeños nobles y terratenientes escoceses de la inutilidad de resistirse a Eduardo. En marzo, en una solemne ceremonia en St. Andrews, ciento treinta hombres juraron obediencia al rey de Inglaterra y de Escocia; sus vidas y haciendas también fueron conservadas.

Quedaba un solo foco de oposición a nuestra absoluta victoria en Escocia; simbólicamente se trataba del lugar donde William Walllace había tenido su mayor momento de gloria, aunque él no estaba allí en ese momento: el castillo de Stirling. La guarnición era numerosa, estaba decidida a resistir y contaba con la fortaleza de sus impresionantes muros.

Ayer comentaba que la noticia de la renuncia de John Balliol había corrido como la pólvora; y precisamente ese novísimo material explosivo que acababa de llegar a nuestra isla tuvo que mucho que ver con lo ocurrido en Stirling las ocho semanas que duró el asedio. Que una catapulta dispare piedras contra los muros del castillo que defiendes es una cosa; que dispare artefactos explosivos es otra muy diferente.

Cuando un día apareció una enorme catapulta ante los muros, a la que bautizamos como  Warwolf, los defensores de Stirling comprendieron que tardaríamos algunos días o algunas semanas, pero que la fortaleza caería, e izaron bandera blanca. Pero Eduardo no había hecho llevar a Warwolf hasta allí para no disfrutar del espectáculo de ver en acción a su nuevo juguete; además, los defensores del castillo habían estado a punto de lograr acabar con su vida en dos escaramuzas. Así que hizo que sufrieran unos días más los bombardeos de la enorme catapulta antes de aceptar su rendición. Como en los casos anteriores, permitió conservar la vida y sus bienes a la guarnición de Stirling.

La rebelión escocesa podía darse por terminada. Eduardo había sido muy generoso con los escoceses al haber perdonado su persistente negativa a aceptarle como rey; pero había un hombre al que Eduardo I de Inglaterra no estaba dispuesto a perdonar; un hombre que me mira desafiante y que mañana tendrá que sentarse frente a un tribunal en Westminster: William Wallace.

martes, 11 de noviembre de 2014

Capítulo 22

John Balliol había sido coronado rey de Escocia al haber sido elegido el candidato con mejor derecho al trono en el procedimiento de arbitraje dirigido por Eduardo I de Inglaterra. Llegó incluso a celebrar la tradicional ceremonia de coronación ante la Piedra del Destino en la abadía de Scone. Os refresco la memoria: tras la negativa escocesa a suministrar tropas a Eduardo para sus luchas en Gascuña, mi señor derrotó a los escoceses en 1296 en Dunbar, se hizo coronar rey de Escocia y se llevó la Piedra del Destino a Westminster.

En cuanto al depuesto rey John Balliol, había aceptado renunciar al trono a cambio de un lujoso retiro en Inglaterra; pero al descubrir que John había firmado un tratado con Francia para atacarnos, Eduardo decidió que su estancia sería en la Torre de Londres. Desde ese momento los escoceses que luchaban contra Inglaterra lo hacían por volver a recuperar la independencia de su reino; y el monarca al que trataban de restaurar en el trono era John Balliol. Wallace comenta que la gran mayoría de escoceses, él entre ellos, siempre lucharon por la causa de Balliol, pero que uno de ellos, Robert Bruce, estaba intentando labrarse su propio futuro. Aunque Wallace no es objetivo en todo lo relacionado con Bruce, debo reconocer que en este caso no le falta razón.

Eduardo sabía que otorgar la libertad a John Balliol convertiría a este en el estandarte de todos los rebeldes escoceses y su intención era prolongar su estancia en la Torre. Pero a veces los caminos de la diplomacia son tortuosos y requieren ceder en algo si quieres llegar a tu objetivo más importante. En 1298 Eduardo estaba inmerso en duras negociaciones con Francia y el Papa para determinar las condiciones en las que Felipe IV le devolvería el ducado de Gascuña. El acuerdo llegó y el tratado se firmó, pero como parte del mismo Felipe y el Papa impusieron a Eduardo el compromiso de liberar a John Balliol; lo más que pudo conseguir mi señor fue que no podría regresar a Escocia y que quedaría bajo la custodia del Papa. Pero el final de su cautiverio fue una muy buena noticia para los rebeldes escoceses. Wallace asiente.

En 1301, la guinda de una desastrosa campaña militar fue una noticia que nos llegó en octubre: el Papa había liberado a John Balliol y el depuesto rey de Escocia se encontraba en el peor lugar posible para nosotros: En Francia. Había sido una hábil maniobra del hermoso Felipe IV. Se rumoreaba que entre él y Balliol estaban reclutando un ejército para invadir Escocia y recuperarla para John I.

Ya conté cómo la derrota de los franceses en Courtrai en 1302 y sus problemas con el Papa obligaron al rey francés a olvidarse de Escocia y nos pusieron en disposición de invadir a nuestros revoltosos vecinos. Pero a mi rey no le gusta dejar nada al azar y si puede asestar un golpe moral a sus rivales no desperdicia la ocasión de hacerlo. Y para ello contó nuevamente conmigo.

Y así fue cómo en 1303 me encontraba en París para verme con John Balliol. Me encanta la cara de sorpresa que pone William, que también se encontraba allí por entonces. Dice que de haber sabido de mi viaje y de mi misión uno de los dos no estaría aquí sino siendo pasto de los peces en  el fondo del Sena. Para explicar el motivo por el que no se enteró de mi presencia ese año en París le contesto con un dicho que aprendí de la esposa castellana de Eduardo, Leonor: más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Mi parte del trabajo fue bastante sencilla; no hizo falta mucho para convencer a un cansado Balliol de las nulas posibilidades de conseguir recuperar el trono escocés sin el apoyo de Francia y del Papa; la mención de las frías estancias de la Torre de Londres a las que podría retornar también ayudó a que se comprometiera a no regresar a Escocia a reclamar su perdida corona.

Pero el golpe genial vino, cómo no, de la fértil imaginación de Eduardo I. Una noche, en una abarrotada taberna de Edimburgo, dos hombres vestidos con sus kilts y con un inequívoco acento escocés comentaban la stuación del país. Uno de ellos, claramente ebrio, se enfrentó a gritos a su compañero y juró haber escuchado que John Balliol había firmado un documento ante un notario inglés por el que renunciaba a cualquier derecho al trono de Escocia. Al día siguiente la noticia había corrido como la pólvora; Eduardo recompensó generosamente a los dos protagonistas de esta historia.

Luchar por tu reino está muy bien; pero si luchas por devolver la independencia a tu país y la corona a un rey ausente que no quiere volver a serlo, tu causa y tus deseos de defenderla a costa de tu vida se ven claramente perjudicadas.

Y así nos dispusimos a terminar de una vez por todas con el problema escocés.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Capítulo 21

Courtrai y Winchelsey. Esos son los nombres que esconden la clave para entender por qué a día de hoy Escocia está a los pies de Eduardo I y por qué el único hombre que se negó a aceptarlo está a punto de afrontar un juicio en Westminster en el que ni el mejor abogado apostaría un penique por un veredicto de inocencia.

Empecemos por Courtrai; no es el nombre de un noble francés, sino de un lugar. Un pequeño pueblo en Flandes donde el ejército del rey francés Felipe IV El Hermoso (le conocí personalmente, su apodo estaba justificado) fue masacrado por los flamencos el 11 de julio de 1302. Nuestra derrota en 1297 en Stirling Bridge fue una broma al lado de la que sufrieron los franceses en Courtrai. No es que un grupo de ciudadanos flamencos derrotaran a todo un ejército francés muy superior en número, sino que la cantidad de muertos entre la nobleza francesa decapitó al círculo de gobierno de Felipe IV y le impidió plantar cara a Eduardo I de Inglaterra. No podía enfrentarse a él en el conflicto entre ambos en Gascuña, y desde luego mucho menos seguir apoyando a Escocia en la lucha por su independencia. Desde hacía años Felipe había insistido en que cualquier acuerdo de paz con Inglaterra debía reflejar la renuncia de Eduardo a sus pretensiones sobre Escocia. 

Si los problemas de Felipe tras su derrota en Courtrai no eran lo suficientemente graves, el hermoso monarca francés cometió otro grave error: enfrentarse con el Papa. Felipe menospreció gravemente a un obispo francés y el Papa Bonifacio y él se enzarzaron en una dura polémica en la que buscar el apoyo de importantes aliados se convirtió en fundamental. Y pocos aliados más poderosos podían buscarse en Europa que la Inglaterra de Eduardo; de repente la independencia de Escocia por la que habían abogado tanto Felipe como Bonifacio dejó de resultar tan importante. Cuando se pactó una tregua entre Francia e Inglaterra, ninguna mención se hacía en la misma a Escocia, a pesar de la presencia en París de varios representantes escoceses, William Wallace entre ellos.

Pero para poder poner fin al problema escocés necesitábamos algo más que librarnos del apoyo francés a Escocia. En los primeros meses de 1303 los escoceses liderados por su Guardián John Comyn iniciaron una campaña en la que recuperaron varias plazas y emboscaron y asesinaron en Roslin al principal consejero de Eduardo en Escocia en temas económicos, Ralph Manton. Había que responder a esta afrenta; pero precisamente, nuestro principal problema era éste, el económico.

Y aquí entra en juego el segundo nombre que os he comentado como clave para la resolución del problema escocés: Winchelsea. Robert Winchelsea era el arzobispo de Canterbury y, como tal, cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Durante los cinco años anteriores a 1303 Winchelsea había liderado la rebelión del clero inglés que se negaba sistemáticamente a otorgar cualquier apoyo financiero a Eduardo; en contestación mi señor prohibió a la Iglesia recaudar cualquier tributo en Inglaterra. 

La situación era insostenible, así que Eduardo decidió pasar por encima del arzobispo de Canterbury y apelar directamente al Papa, que estaba muy interesado en mantenerse en buenos términos con mi señor. Nos llevó tiempo al conde de Lincoln Henry de Lacy y a mí, pero finalmente conseguimos arrancar del Papa un acuerdo: la Iglesia podría recaudar sus tributos en Inglaterra durante los siguientes tres años ... y la mitad de lo recaudado iría a parar a las arcas de Eduardo. A Winchelsea no le quedó otro remedio que plegarse a lo acordado con el Santo Padre.

Habíamos solucionado los problemas diplomáticos y financieros para poder volver a Escocia, pero una cosa teníamos clara: no habría otra batalla como Stirling Bridge o Falkirk. El proceso para dominar Escocia sería largo y costoso. Tendríamos que ir obteniendo juramentos castillo a castillo, noble a noble y ciudad a ciudad. Y para lograr que nuestra tarea fuese más sencilla había una pieza clave; alguien de quien quizás ya os hayáis olvidado: el antiguo rey de Escocia, John Balliol.





martes, 28 de octubre de 2014

Capítulo 20

Empiezo a estar un poco harto de la pose chulesca de William Wallace sobre los problemas que los ingleses tuvimos en Escocia; es cierto que nos costó más de lo que pensábamos, pero no lo es menos que por fin el escocés que fue nuestro mayor dolor de cabeza se encuentra hoy cargado de cadenas; y camino a Londres, hacia donde hoy nos hemos dirigido.

Pero volvamos a retomar la historia donde la dejamos; la ausencia de tropas de infantería y caballería en Berwick en 1299 obligó a Eduardo a volver a Inglaterra y convocar parlamento en Londres; por primera vez mi señor y sus súbditos de baja condición se dirían las cosas a la cara. 

Eduardo siempre ha sido un maestro para los golpes de efecto; ya os había comentado su intención de terminar con cualquier pretensión de independencia en Gales. Y eso hizo en el parlamento de 1300; su hijo Eduardo fue designado príncipe de Gales. Pretende  mi señor que esta costumbre de que el heredero de la corona inglesa ostente el título de príncipe de Gales perdure para siempre; no puedo pronunciarme sobre si esta práctica seguirá vigente dentro de unos siglos. No me pidáis que sea adivino.

Pero este agradable interludio de la designación del heredero de la corona como príncipe de Gales duró poco. Eduardo se enfrentaba al parlamento que le acusó de comportarse como un crío o de tratar de engañar a sus súbditos; aunque muchos de sus miembros negaban la primera acusación (los blancos cabellos de Eduardo y sus sesenta años lo desmentían claramente) confirmaban la segunda; el rey llevaba tiempo engañando a su pueblo en el asunto de los límites de los Royal Forest.

Eduardo se encontraba entre la espada y la pared. Por un lado no quería reducir los límites de sus propiedades en los bosques reales; pero por otro estaba obligado a contar con el voto de sus súbditos si quería imponer un nuevo impuesto que le permitiera pagar al ejército que necesitaba para someter a los rebeldes escoceses. Ese año no se alcanzó acuerdo alguno; advertí a Eduardo de que se trataba de un grave error, porque tarde o temprano se vería forzado a pactar con el pueblo inglés. Quizás penséis que opino con ventaja porque sé lo que ocurrió después, pero os aseguro que ya entonces advertí a Eduardo sobre la necesidad de llegar a un acuerdo con sus súbditos.

Wallace interviene para tratar de narrar sus actividades durante estos años, pero hoy tengo algo que contar todavía. Tiempo tendrá de contar su versión cuando sea sometido a juicio en Westminster.

Solventada la interrupción de William, retomo lo ocurrido en Inglaterra. En el verano de 1300 volvimos a convocar a nuestras tropas para proceder a atacar Escocia; aunque nuestro ejército era más numeroso que el del año anterior, 1300 tampoco sería el año de la conquista de Escocia. No sólo porque parte de nuestras tropas desertaron, sino porque a finales de agosto recibimos una dura carta del Papa de Roma que nos hizo replantearnos nuestra estrategia. Wallace pone cara de sorpresa; no sabe nada de este asunto.

El Papa Bonifacio IV y mi señor Eduardo eran viejos amigos; Bonifacio había sido cautivo de las fuerzas de Simon de Montfort en las querellas que este tuvo con el padre de Eduardo Enrique III, y fue liberado por Eduardo de su prisión en la Torre de Londres. Esta vieja relación entre ambos hacía todavía más grave el contundente contenido de la carta del Papa; no sólo acusaba a Eduardo de privar a Escocia de su legítimo rey, sino que relataba diversos episodios denigrantes contra el pueblo, los castillos y el clero escocés que calificaba como agravios a la justicia. El Papa concluía ordenando a Eduardo, en nombre de sí mismo y de la Santa Sede, que dejara en paz al reino escocés.

Francamente, cuando llegó la carta del Papa el número de deserciones en nuestro ejército y la falta de recursos económicos hacían nuestra situación poco sostenible; Eduardo aprovechó la excusa de la carta del Papa para retornar a Inglaterra con su orgullo intacto.

Desacreditados por el Papa, desafiados por los escoceses y con la amenaza del ejército francés de Felipe IV en apoyo de Escocia, nuestra situación parecía desesperada; pero entonces la rueda de la Fortuna empezó a girar en nuestro favor .... y en contra de William Wallace.


domingo, 26 de octubre de 2014

Capítulo 19

Cuando Eduardo y sus más grandes señores, yo entre ellos, nos dirigimos a Berwick para reunirnos con el ejército convocado allí fue en un estado general de euforia, armonía y camaradería. El 10 de septiembre había tenido lugar en la Catedral de Canterbury la boda de mi señor con la princesa Margarita de Francia. Fue una ceremonia brillante seguida de alegres celebraciones que habían estrechado las relaciones entre Eduardo y la nueva generación de barones que había surgido en los últimos años. Salvo Roger Bigod del que ya os he hablado, sólo dos condes coetáneos de Eduardo continuaban vivos, los de Surrey y Lincoln; además eran los más leales al rey. El resto era un grupo de mozalbetes que apenas llegaba a los veinte años y que se vieron impresionados por los fastos de la boda y por la arrolladora personalidad del monarca de sesenta años que se acababa de casar con una chica de diecinueve.

Así que nos las prometíamos muy felices en el camino a Berwick donde habían sido convocados 16.000 soldados de infantería. Nuestro alegre estado de ánimo duró poco; exactamente hasta que llegamos a Berwick y nos encontramos con que apenas habían acudido algo más de dos mil soldados. Y lo que era peor, la fuerza de caballería del ejército era prácticamente inexistente.

Eduardo podía haber solucionado las discrepancias con sus grandes señores, pero no el descontento entre la pequeña nobleza que formaba la caballería del ejército y los hombres libres que a cambio de un salario componían el grueso de la infantería. El problema legal de Eduardo con sus grandes nobles se llamaba Magna Carta, el documento firmado por su abuelo Juan Sin Tierra, y ya lo había solventado. El problema legal de Eduardo con el resto de sus súbditos se llamaba Forest Charter. Intentaré que no os aburráis con otra explicación jurídica, pero es necesaria para entender lo que pasó en Berwick.

Existe una regulación que establece la prohibición de realizar ningún tipo de actividad lucrativa en los terrenos conocidos como Royal Forest, es decir en los bosques reales. Se trata de una legislación que establece desde multas hasta la posibilidad de una sentencia de muerte para quien la vulnere si, por ejemplo, es sorprendido cazando un ciervo en terrenos del Royal Forest. No existía posibilidad de apelación ante la justicia ordinaria.

El problema con el Forest Charter no hubiera sido tal si se hubiese limitado a aplicarse en los lugares que su propio nombre indicaba, es decir en los bosques que fuesen de propiedad real. Pero en la práctica, cuando se definieron los límites de las tierras que se consideraban incluidas dentro del Royal Forest, en tiempos del padre de mi señor Enrique III, hubo multitud de terrenos que no eran bosques; es más, muchas de esas tierras no eran ni siquiera de propiedad real. Es decir, que un hombre sorprendido cortando leña en una tierra comunal pero incluida en el Royal Forest podía ser multado e incluso ejecutado si la falta era suficientemente grave.

La pequeña nobleza y los hombres libres del reino llevaban años solicitando a Eduardo que se realizara una revisión exhaustiva de los límites del Royal Forest; Eduardo, aunque aseguró en diversas ocasiones que lo iba a llevar a cabo, no hacía más que dar largas al asunto. Era cuestión de tiempo que los afectados tomaran medidas para forzar al rey a cumplir sus promesas de revisar el Forest Charter; y ese momento llegó  en diciembre de 1299, cuando miles de hombres se negaron a presentarse en Berwick.

El hecho de que nos encontráramos en el inicio de un invierno que en Escocia no solía ser muy benévolo y que un recorte en el valor de las monedas acuñadas supusiese que la soldada de los hombres de infantería se hubiese visto reducida tampoco contribuyó a animar a más hombres a acudir a Berwick. Muy a su pesar, Eduardo se vio obligado a ordenar la vuelta a Inglaterra de su ejército y convocó para la Pascua de 1300 un Parlamento que reuniría tanto a los grandes señores como a la pequeña nobleza, al clero y a los burgueses y hombres libres de las ciudades. Era hora de solucionar definitivamente la cuestión.

Wallace me interrumpe para comentarme que si ese año hubiésemos atacado Escocia seguramente la hubiésemos conquistado sin mayores dificultades, debido a las enormes disensiones internas existentes entre los escoceses. Mi cautivo había sido desposeído del título de Guardián como consecuencia de su derrota en Falkirk. En su sustitución se había designado no uno, sino dos nuevos Guardianes del reino. Este hecho ya implicaba la existencia de disensiones internas; pero el nombre de los dos elegidos para el cargo lo evidenciaba claramente.

Se trataba de dos jovencitos. El primero de ellos, tuerce el gesto William Wallace mientras pronuncia su nombre, era Robert Bruce, de quien ya os he hablado. El segundo era John Comyn, sobrino de John Balliol. La situación de equilibrio de fuerzas entre los Bruce y los Balliol en la época de los seis Guardianes del reino designados tras la muerte de Alejandro III se volvía a repetir casi quince años después de que yo arrojara a este último a un acantilado una lluviosa noche.

Ahora soy yo quien toma la palabra interrumpiendo a Wallace ante la mención del nombre de John Balliol. Dejamos al depuesto rey de Escocia en su cautiverio en la Torre de Londres. Pero como parte de las negociaciones con Francia relativas a Gascuña, el Papa insistió en que Balliol debería ser liberado de su prisión. Eduardo terminó accediendo a cambio de la garantía de que no regresaría a Escocia, por lo que finalmente Balliol cruzó el Canal y fue entregado a los representantes del Papa.

Wallace me explica la reacción que produjo en Escocia la liberación de Balliol. Para el Guardián John Comyn y su gente era el primer paso para la restauración del rey Juan I de Escocia. Para el Guardián Robert Bruce y los que le apoyaban, es decir el bando que se opuso a la designación de Juan I como rey de Escocia, era una intolerable amenaza. William me cuenta una anécdota que desconocía. La tensión entre ambos bandos era tal que en una reunión de los dos Guardianes de Escocia en Peebles el 19 de agosto de 1299, Comyn llegó a agarrar del pescuezo a Bruce y acusarle de ser un espía inglés; por eso insiste Wallace en que si en diciembre de 1299 Eduardo hubiera invadido Escocia, la destitución de su cargo del propio William y las disensiones internas entre sus Guardianes hubiesen hecho que tuviese muchas posibilidades de apoderarse del país sin una seria oposición.

Pero Eduardo, y yo con él, se había visto obligado a abortar la expedición y volver a Inglaterra. Teníamos muchos asuntos que resolver en casa; pero volveríamos.


viernes, 24 de octubre de 2014

Capítulo 18

Hoy William Wallace está más tranquilo. Me pregunta por qué después de nuestra victoria en Falkirk  el 22 de julio de 1298 y teniendo a los escoceses a nuestra merced decidimos volver a Inglaterra y tardamos tanto en volver. Hoy a él le toca escuchar y a mí hablar. Ya volverá a ser su turno.

No se lo digáis a Eduardo, es más, negaré haber dicho esto si a alguien se le ocurre contárselo a mi señor, pero en las semanas posteriores a Falkirk no estuvo muy afortunado. Tras perseguir infructuosamente a Robert Bruce por media Escocia sin conseguir nada, Eduardo empezó a cumplir su compromiso de repartir tierras conquistadas en Escocia entre sus barones. Dos de ellos, muy poderosos, eran Robert Bigod (conde de Norfolk) y John Bohun (conde de Hereford) y habían sido notoriamente olvidados por Eduardo en la conquista de Gales; ambos esperaban una generosa recompensa en el reparto de tierras en Escocia. Os juro que discutí hasta la saciedad con mi señor para que no hiciera su siguiente movimiento, pero Eduardo es muy testarudo; decidió otorgar el señorío de la isla de Arran a un irlandés que se nos había unido y que le cayó en gracia, un tal Hugh Basset. 

Bigod y Bohun habían luchado en primera línea de batalla en Falkirk e interpretaron, no sin razón, este gesto de Eduardo como un ultraje. Tengo que reconocer que se excusaron amablemente antes de ordenar a sus tropas que les acompañasen de vuelta a Inglaterra. Eduardo decidió no repartir todas las tierras entre los señores que siguieron a su lado, reservando algunas para los señores agraviados, pero sucedió lo que yo le advertí: la sensación general sobre el reparto de tierras en Escocia que mi señor realizó, es que fue injusta.

Ya he comentado que el compromiso de los barones del reino de aportar tropas para las guerras que su soberano libre es limitado en el tiempo; y en octubre de 1298 ese tiempo había excedido con creces. El ejército inglés abandonó Escocia y la vuelta al país vecino no fue ni fácil ni rápida. Numerosos problemas nos esperaban en Inglaterra antes de poder volver a dar su merecido a los escoceses.

Creo que ya os he comentado los problemas entre los reyes ingleses y sus señores sobre las condiciones para la cesión de hombres que libraran guerras fuera del territorio inglés. Pero esta vez Eduardo I tuvo que afrontar la firme resistencia de sus barones; la cabezonería del monarca tampoco ayudaba, es cierto. Mientras los escoceses apuntalaban su dominio en la región y conquistaban el emblemático castillo de Stirling tras meses de asedio, Eduardo y sus barones se enzarzaron en una disputa jurídica sobre si sus súbditos estaban o no obligados a cederle hombres y hasta qué extremo. Nuevamente, los únicos que salían ganando en esta pelea eran los malditos abogados. Los de una y otra parte se embolsaron jugosos honorarios mientras el reino permanecía paralizado y los escoceses reconquistaban nuestros castillos. 

Os ahorro los detalles sobre los argumentos de las sanguijuelas leguleyas de Eduardo y de sus barones. Os resumo la historia. A finales de 1299 todos nuestros problemas parecían haber sido solventados cuando el Papa nos dio la razón en la disputa sobre Gascuña que trajo como consecuencia un tratado con Francia. Eduardo se casaría con la hermana del rey de Francia y su hijo con la hija de éste. Escocia había perdido a su principal aliado para enfrentarse a nosotros.

Además llegamos a un acuerdo con los grandes barones sobre los aspectos esenciales de su relación con el rey. Era tarde para tratar de conquistar Escocia, pero ya habíamos conquistado Gales en invierno, así que Eduardo pensó que podía hacer lo mismo con Escocia y convocó a su ejército para que se reuniese a mediados de diciembre de 1299 en Berwick. Fue un desastre absoluto. Wallace sonríe; por poco tiempo.