martes, 11 de noviembre de 2014

Capítulo 22

John Balliol había sido coronado rey de Escocia al haber sido elegido el candidato con mejor derecho al trono en el procedimiento de arbitraje dirigido por Eduardo I de Inglaterra. Llegó incluso a celebrar la tradicional ceremonia de coronación ante la Piedra del Destino en la abadía de Scone. Os refresco la memoria: tras la negativa escocesa a suministrar tropas a Eduardo para sus luchas en Gascuña, mi señor derrotó a los escoceses en 1296 en Dunbar, se hizo coronar rey de Escocia y se llevó la Piedra del Destino a Westminster.

En cuanto al depuesto rey John Balliol, había aceptado renunciar al trono a cambio de un lujoso retiro en Inglaterra; pero al descubrir que John había firmado un tratado con Francia para atacarnos, Eduardo decidió que su estancia sería en la Torre de Londres. Desde ese momento los escoceses que luchaban contra Inglaterra lo hacían por volver a recuperar la independencia de su reino; y el monarca al que trataban de restaurar en el trono era John Balliol. Wallace comenta que la gran mayoría de escoceses, él entre ellos, siempre lucharon por la causa de Balliol, pero que uno de ellos, Robert Bruce, estaba intentando labrarse su propio futuro. Aunque Wallace no es objetivo en todo lo relacionado con Bruce, debo reconocer que en este caso no le falta razón.

Eduardo sabía que otorgar la libertad a John Balliol convertiría a este en el estandarte de todos los rebeldes escoceses y su intención era prolongar su estancia en la Torre. Pero a veces los caminos de la diplomacia son tortuosos y requieren ceder en algo si quieres llegar a tu objetivo más importante. En 1298 Eduardo estaba inmerso en duras negociaciones con Francia y el Papa para determinar las condiciones en las que Felipe IV le devolvería el ducado de Gascuña. El acuerdo llegó y el tratado se firmó, pero como parte del mismo Felipe y el Papa impusieron a Eduardo el compromiso de liberar a John Balliol; lo más que pudo conseguir mi señor fue que no podría regresar a Escocia y que quedaría bajo la custodia del Papa. Pero el final de su cautiverio fue una muy buena noticia para los rebeldes escoceses. Wallace asiente.

En 1301, la guinda de una desastrosa campaña militar fue una noticia que nos llegó en octubre: el Papa había liberado a John Balliol y el depuesto rey de Escocia se encontraba en el peor lugar posible para nosotros: En Francia. Había sido una hábil maniobra del hermoso Felipe IV. Se rumoreaba que entre él y Balliol estaban reclutando un ejército para invadir Escocia y recuperarla para John I.

Ya conté cómo la derrota de los franceses en Courtrai en 1302 y sus problemas con el Papa obligaron al rey francés a olvidarse de Escocia y nos pusieron en disposición de invadir a nuestros revoltosos vecinos. Pero a mi rey no le gusta dejar nada al azar y si puede asestar un golpe moral a sus rivales no desperdicia la ocasión de hacerlo. Y para ello contó nuevamente conmigo.

Y así fue cómo en 1303 me encontraba en París para verme con John Balliol. Me encanta la cara de sorpresa que pone William, que también se encontraba allí por entonces. Dice que de haber sabido de mi viaje y de mi misión uno de los dos no estaría aquí sino siendo pasto de los peces en  el fondo del Sena. Para explicar el motivo por el que no se enteró de mi presencia ese año en París le contesto con un dicho que aprendí de la esposa castellana de Eduardo, Leonor: más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Mi parte del trabajo fue bastante sencilla; no hizo falta mucho para convencer a un cansado Balliol de las nulas posibilidades de conseguir recuperar el trono escocés sin el apoyo de Francia y del Papa; la mención de las frías estancias de la Torre de Londres a las que podría retornar también ayudó a que se comprometiera a no regresar a Escocia a reclamar su perdida corona.

Pero el golpe genial vino, cómo no, de la fértil imaginación de Eduardo I. Una noche, en una abarrotada taberna de Edimburgo, dos hombres vestidos con sus kilts y con un inequívoco acento escocés comentaban la stuación del país. Uno de ellos, claramente ebrio, se enfrentó a gritos a su compañero y juró haber escuchado que John Balliol había firmado un documento ante un notario inglés por el que renunciaba a cualquier derecho al trono de Escocia. Al día siguiente la noticia había corrido como la pólvora; Eduardo recompensó generosamente a los dos protagonistas de esta historia.

Luchar por tu reino está muy bien; pero si luchas por devolver la independencia a tu país y la corona a un rey ausente que no quiere volver a serlo, tu causa y tus deseos de defenderla a costa de tu vida se ven claramente perjudicadas.

Y así nos dispusimos a terminar de una vez por todas con el problema escocés.

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