miércoles, 12 de noviembre de 2014

Capítulo 23

Solucionado el asunto de John Balliol, el principal objetivo para subyugar a Escocia era conseguir la rendición de sus Guardianes; mejor dicho, de su Guardián, John Comyn. El otro Guardián, Robert Bruce, ya no era un problema para nosotros; Wallace discrepa y me comenta que deberíamos encerrar a Robert Bruce bajo siete llaves en la mazmorra más húmeda y oscura de la Torre de Londres o volverá a darnos quebraderos de cabeza. Posiblemente esté en lo cierto, el tiempo lo dirá.

Robert Bruce no era un problema cuando nos dirigimos a someter a los escoceses en 1304, porque en 1302 se había entregado a Eduardo e incluso formó parte de una expedición que mi señor dirigió contra Escocia en 1303. La cara de desprecio de Wallace es inenarrable. Quizás es necesario explicar los motivos que llevaron a Bruce a tomar esta decisión.

De entrada, sus relaciones con el otro Guardián Johnn Comyn (arduo defensor de la causa de John Balliol) habían sido malas desde que ambos sustituyeron a Sir William Wallace en el cargo; hasta el punto de que ambos llegaron a las manos en una reunión en Peebles en 1299. Además, desde 1301 Bruce había atravesado una racha de mala suerte. Sus tierras habían sido sistemáticamente atacadas y saqueadas por los ingleses, que también habían llegado a ocupar alguno de sus castillos. En ese momento llegaron muy buenas noticias para los escoceses en general y para Robert Bruce en particular; en teoría. Con la mediación de Francia, se acordó una tregua de nueve meses entre Inglaterra y Escocia; durante ese período los ingleses retirarían sus tropas de los territorios conquistados, pero estos no serían devueltos a los escoceses sino que quedarían bajo custodia francesa para garantizar la paz.

Contrariamente a lo que parece, no se trató de una cesión por parte de Eduardo, sino de una muestra más de su genialidad y de su capacidad para juzgar a otros hombres y prever sus movimientos. Eduardo consideraba que el apoyo de Felipe IV de Francia a Escocia era más aparente que real y que se fundamentaba sobre todo en su deseo de tener a mi señor ocupado en casa para que no pudiera dedicarse a solucionar el problema gascón. Fue una apuesta arriesgada, pero salió bien para Eduardo; durante los nueve meses de la tregua ni un solo soldado francés apareció por Escocia. Esto fue un duro golpe moral para los escoceses, que vieron que su principal apoyo no lo era tanto.

Pero la gota que colmó el vaso para Robert Bruce fue la noticia que ya os comenté de la liberación de John Balliol de la custodia papal y su llegada a Francia. A partir de ese momento luchar por Escocia era luchar por el regreso al trono de Balliol, y eso era algo a lo que Robert Bruce no estaba dispuesto. Podéis imaginar el asombro de nuestra guarnición del castillo de Lochmaben cuando a principios de 1302 un tipo se presentó solo y desarmado, diciendo llamarse Robert Bruce y querer entregarse.  

Pero volvamos con John Comyn. Cuando entramos en Escocia en 1304 no había un ejército escocés para oponerse a nosotros. El Guardián Comyn podía ser un firme partidario de John Balliol, pero si este no iba a presentarse a reclamar su trono y Escocia había sido abandonada por Francia y el Papa lo que no iba a hacer era suicidarse por una causa perdida. Él y los principales miembros del partido de Balliol juraron obediencia a Eduardo en Strathord en febrero de 1304. Mi señor les permitió conservar su vida y sus bienes, aunque envió a alguno especialmente recalcitrante al exilio.

La noticia del sometimiento de Comyn y los magnates del reino a la autoridad de mi señor convenció al resto de pequeños nobles y terratenientes escoceses de la inutilidad de resistirse a Eduardo. En marzo, en una solemne ceremonia en St. Andrews, ciento treinta hombres juraron obediencia al rey de Inglaterra y de Escocia; sus vidas y haciendas también fueron conservadas.

Quedaba un solo foco de oposición a nuestra absoluta victoria en Escocia; simbólicamente se trataba del lugar donde William Walllace había tenido su mayor momento de gloria, aunque él no estaba allí en ese momento: el castillo de Stirling. La guarnición era numerosa, estaba decidida a resistir y contaba con la fortaleza de sus impresionantes muros.

Ayer comentaba que la noticia de la renuncia de John Balliol había corrido como la pólvora; y precisamente ese novísimo material explosivo que acababa de llegar a nuestra isla tuvo que mucho que ver con lo ocurrido en Stirling las ocho semanas que duró el asedio. Que una catapulta dispare piedras contra los muros del castillo que defiendes es una cosa; que dispare artefactos explosivos es otra muy diferente.

Cuando un día apareció una enorme catapulta ante los muros, a la que bautizamos como  Warwolf, los defensores de Stirling comprendieron que tardaríamos algunos días o algunas semanas, pero que la fortaleza caería, e izaron bandera blanca. Pero Eduardo no había hecho llevar a Warwolf hasta allí para no disfrutar del espectáculo de ver en acción a su nuevo juguete; además, los defensores del castillo habían estado a punto de lograr acabar con su vida en dos escaramuzas. Así que hizo que sufrieran unos días más los bombardeos de la enorme catapulta antes de aceptar su rendición. Como en los casos anteriores, permitió conservar la vida y sus bienes a la guarnición de Stirling.

La rebelión escocesa podía darse por terminada. Eduardo había sido muy generoso con los escoceses al haber perdonado su persistente negativa a aceptarle como rey; pero había un hombre al que Eduardo I de Inglaterra no estaba dispuesto a perdonar; un hombre que me mira desafiante y que mañana tendrá que sentarse frente a un tribunal en Westminster: William Wallace.

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