martes, 28 de octubre de 2014

Capítulo 20

Empiezo a estar un poco harto de la pose chulesca de William Wallace sobre los problemas que los ingleses tuvimos en Escocia; es cierto que nos costó más de lo que pensábamos, pero no lo es menos que por fin el escocés que fue nuestro mayor dolor de cabeza se encuentra hoy cargado de cadenas; y camino a Londres, hacia donde hoy nos hemos dirigido.

Pero volvamos a retomar la historia donde la dejamos; la ausencia de tropas de infantería y caballería en Berwick en 1299 obligó a Eduardo a volver a Inglaterra y convocar parlamento en Londres; por primera vez mi señor y sus súbditos de baja condición se dirían las cosas a la cara. 

Eduardo siempre ha sido un maestro para los golpes de efecto; ya os había comentado su intención de terminar con cualquier pretensión de independencia en Gales. Y eso hizo en el parlamento de 1300; su hijo Eduardo fue designado príncipe de Gales. Pretende  mi señor que esta costumbre de que el heredero de la corona inglesa ostente el título de príncipe de Gales perdure para siempre; no puedo pronunciarme sobre si esta práctica seguirá vigente dentro de unos siglos. No me pidáis que sea adivino.

Pero este agradable interludio de la designación del heredero de la corona como príncipe de Gales duró poco. Eduardo se enfrentaba al parlamento que le acusó de comportarse como un crío o de tratar de engañar a sus súbditos; aunque muchos de sus miembros negaban la primera acusación (los blancos cabellos de Eduardo y sus sesenta años lo desmentían claramente) confirmaban la segunda; el rey llevaba tiempo engañando a su pueblo en el asunto de los límites de los Royal Forest.

Eduardo se encontraba entre la espada y la pared. Por un lado no quería reducir los límites de sus propiedades en los bosques reales; pero por otro estaba obligado a contar con el voto de sus súbditos si quería imponer un nuevo impuesto que le permitiera pagar al ejército que necesitaba para someter a los rebeldes escoceses. Ese año no se alcanzó acuerdo alguno; advertí a Eduardo de que se trataba de un grave error, porque tarde o temprano se vería forzado a pactar con el pueblo inglés. Quizás penséis que opino con ventaja porque sé lo que ocurrió después, pero os aseguro que ya entonces advertí a Eduardo sobre la necesidad de llegar a un acuerdo con sus súbditos.

Wallace interviene para tratar de narrar sus actividades durante estos años, pero hoy tengo algo que contar todavía. Tiempo tendrá de contar su versión cuando sea sometido a juicio en Westminster.

Solventada la interrupción de William, retomo lo ocurrido en Inglaterra. En el verano de 1300 volvimos a convocar a nuestras tropas para proceder a atacar Escocia; aunque nuestro ejército era más numeroso que el del año anterior, 1300 tampoco sería el año de la conquista de Escocia. No sólo porque parte de nuestras tropas desertaron, sino porque a finales de agosto recibimos una dura carta del Papa de Roma que nos hizo replantearnos nuestra estrategia. Wallace pone cara de sorpresa; no sabe nada de este asunto.

El Papa Bonifacio IV y mi señor Eduardo eran viejos amigos; Bonifacio había sido cautivo de las fuerzas de Simon de Montfort en las querellas que este tuvo con el padre de Eduardo Enrique III, y fue liberado por Eduardo de su prisión en la Torre de Londres. Esta vieja relación entre ambos hacía todavía más grave el contundente contenido de la carta del Papa; no sólo acusaba a Eduardo de privar a Escocia de su legítimo rey, sino que relataba diversos episodios denigrantes contra el pueblo, los castillos y el clero escocés que calificaba como agravios a la justicia. El Papa concluía ordenando a Eduardo, en nombre de sí mismo y de la Santa Sede, que dejara en paz al reino escocés.

Francamente, cuando llegó la carta del Papa el número de deserciones en nuestro ejército y la falta de recursos económicos hacían nuestra situación poco sostenible; Eduardo aprovechó la excusa de la carta del Papa para retornar a Inglaterra con su orgullo intacto.

Desacreditados por el Papa, desafiados por los escoceses y con la amenaza del ejército francés de Felipe IV en apoyo de Escocia, nuestra situación parecía desesperada; pero entonces la rueda de la Fortuna empezó a girar en nuestro favor .... y en contra de William Wallace.


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