domingo, 26 de octubre de 2014

Capítulo 19

Cuando Eduardo y sus más grandes señores, yo entre ellos, nos dirigimos a Berwick para reunirnos con el ejército convocado allí fue en un estado general de euforia, armonía y camaradería. El 10 de septiembre había tenido lugar en la Catedral de Canterbury la boda de mi señor con la princesa Margarita de Francia. Fue una ceremonia brillante seguida de alegres celebraciones que habían estrechado las relaciones entre Eduardo y la nueva generación de barones que había surgido en los últimos años. Salvo Roger Bigod del que ya os he hablado, sólo dos condes coetáneos de Eduardo continuaban vivos, los de Surrey y Lincoln; además eran los más leales al rey. El resto era un grupo de mozalbetes que apenas llegaba a los veinte años y que se vieron impresionados por los fastos de la boda y por la arrolladora personalidad del monarca de sesenta años que se acababa de casar con una chica de diecinueve.

Así que nos las prometíamos muy felices en el camino a Berwick donde habían sido convocados 16.000 soldados de infantería. Nuestro alegre estado de ánimo duró poco; exactamente hasta que llegamos a Berwick y nos encontramos con que apenas habían acudido algo más de dos mil soldados. Y lo que era peor, la fuerza de caballería del ejército era prácticamente inexistente.

Eduardo podía haber solucionado las discrepancias con sus grandes señores, pero no el descontento entre la pequeña nobleza que formaba la caballería del ejército y los hombres libres que a cambio de un salario componían el grueso de la infantería. El problema legal de Eduardo con sus grandes nobles se llamaba Magna Carta, el documento firmado por su abuelo Juan Sin Tierra, y ya lo había solventado. El problema legal de Eduardo con el resto de sus súbditos se llamaba Forest Charter. Intentaré que no os aburráis con otra explicación jurídica, pero es necesaria para entender lo que pasó en Berwick.

Existe una regulación que establece la prohibición de realizar ningún tipo de actividad lucrativa en los terrenos conocidos como Royal Forest, es decir en los bosques reales. Se trata de una legislación que establece desde multas hasta la posibilidad de una sentencia de muerte para quien la vulnere si, por ejemplo, es sorprendido cazando un ciervo en terrenos del Royal Forest. No existía posibilidad de apelación ante la justicia ordinaria.

El problema con el Forest Charter no hubiera sido tal si se hubiese limitado a aplicarse en los lugares que su propio nombre indicaba, es decir en los bosques que fuesen de propiedad real. Pero en la práctica, cuando se definieron los límites de las tierras que se consideraban incluidas dentro del Royal Forest, en tiempos del padre de mi señor Enrique III, hubo multitud de terrenos que no eran bosques; es más, muchas de esas tierras no eran ni siquiera de propiedad real. Es decir, que un hombre sorprendido cortando leña en una tierra comunal pero incluida en el Royal Forest podía ser multado e incluso ejecutado si la falta era suficientemente grave.

La pequeña nobleza y los hombres libres del reino llevaban años solicitando a Eduardo que se realizara una revisión exhaustiva de los límites del Royal Forest; Eduardo, aunque aseguró en diversas ocasiones que lo iba a llevar a cabo, no hacía más que dar largas al asunto. Era cuestión de tiempo que los afectados tomaran medidas para forzar al rey a cumplir sus promesas de revisar el Forest Charter; y ese momento llegó  en diciembre de 1299, cuando miles de hombres se negaron a presentarse en Berwick.

El hecho de que nos encontráramos en el inicio de un invierno que en Escocia no solía ser muy benévolo y que un recorte en el valor de las monedas acuñadas supusiese que la soldada de los hombres de infantería se hubiese visto reducida tampoco contribuyó a animar a más hombres a acudir a Berwick. Muy a su pesar, Eduardo se vio obligado a ordenar la vuelta a Inglaterra de su ejército y convocó para la Pascua de 1300 un Parlamento que reuniría tanto a los grandes señores como a la pequeña nobleza, al clero y a los burgueses y hombres libres de las ciudades. Era hora de solucionar definitivamente la cuestión.

Wallace me interrumpe para comentarme que si ese año hubiésemos atacado Escocia seguramente la hubiésemos conquistado sin mayores dificultades, debido a las enormes disensiones internas existentes entre los escoceses. Mi cautivo había sido desposeído del título de Guardián como consecuencia de su derrota en Falkirk. En su sustitución se había designado no uno, sino dos nuevos Guardianes del reino. Este hecho ya implicaba la existencia de disensiones internas; pero el nombre de los dos elegidos para el cargo lo evidenciaba claramente.

Se trataba de dos jovencitos. El primero de ellos, tuerce el gesto William Wallace mientras pronuncia su nombre, era Robert Bruce, de quien ya os he hablado. El segundo era John Comyn, sobrino de John Balliol. La situación de equilibrio de fuerzas entre los Bruce y los Balliol en la época de los seis Guardianes del reino designados tras la muerte de Alejandro III se volvía a repetir casi quince años después de que yo arrojara a este último a un acantilado una lluviosa noche.

Ahora soy yo quien toma la palabra interrumpiendo a Wallace ante la mención del nombre de John Balliol. Dejamos al depuesto rey de Escocia en su cautiverio en la Torre de Londres. Pero como parte de las negociaciones con Francia relativas a Gascuña, el Papa insistió en que Balliol debería ser liberado de su prisión. Eduardo terminó accediendo a cambio de la garantía de que no regresaría a Escocia, por lo que finalmente Balliol cruzó el Canal y fue entregado a los representantes del Papa.

Wallace me explica la reacción que produjo en Escocia la liberación de Balliol. Para el Guardián John Comyn y su gente era el primer paso para la restauración del rey Juan I de Escocia. Para el Guardián Robert Bruce y los que le apoyaban, es decir el bando que se opuso a la designación de Juan I como rey de Escocia, era una intolerable amenaza. William me cuenta una anécdota que desconocía. La tensión entre ambos bandos era tal que en una reunión de los dos Guardianes de Escocia en Peebles el 19 de agosto de 1299, Comyn llegó a agarrar del pescuezo a Bruce y acusarle de ser un espía inglés; por eso insiste Wallace en que si en diciembre de 1299 Eduardo hubiera invadido Escocia, la destitución de su cargo del propio William y las disensiones internas entre sus Guardianes hubiesen hecho que tuviese muchas posibilidades de apoderarse del país sin una seria oposición.

Pero Eduardo, y yo con él, se había visto obligado a abortar la expedición y volver a Inglaterra. Teníamos muchos asuntos que resolver en casa; pero volveríamos.


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